lunes, 7 de octubre de 2019

Lo que puede inmunizarnos contra la venenosa marea de la banalización

A los 48 años del triunfo y en el perenne aniversario del nacimiento de nuestro Maestro mayor, hijo a su vez del «hombre águila y rayo», ¿podemos, sin embargo, en conciencia, sentirnos satisfechos de nuestra educación revolucionaria, entendiendo por tal no solo la que se imparte en las aulas, sino también la que se manifiesta y vive en las calles y los campos de la patria?
Detrás del texto de Nuestra América hay mucho sufrimiento, pero también mucha fe, dos instancias que Martí aprendió a unir vivencialmente desde el infierno histórico del presidio político, y que fueron los dos polos generadores de su inteligencia del mundo.
Sufrimiento, fe, inteligencia: esta dialéctica no estaba prevista por los ideólogos del eurocentrismo ni podrán jamás entenderla los tecnócratas yanquis. Martí, sin desconocer ni desaprovechar la filosofía universal, halló las fuentes de su pensamiento en el bocabajo del Hanábana, en el grillete del presidio, en los pliegues épicos del Monte Ávila, en Quetzalcóatl, en Viracocha, en la mitología de los tamanacos y en el Evangelio que dijo llevar en su corazón. Y de ellos, como del dolor de «los pobres de la tierra» y del salto alegre y libre del «arroyo de la sierra», sacó sus imágenes cognoscitivas, la lengua propia de su conocimiento.
Por eso Nuestra América –documento pedagógico de suprema precisión política– está escrito en imágenes, porque precisamente él descubrió que hay una «política superior escrita en la Naturaleza», y nuestra naturaleza es inseparable de nuestra imaginación. Y de la imaginación dijo Martí: «Toda ciencia empieza en la imaginación, y no hay sabio sin el arte de imaginar, que es el de componer, y la verdadera y única poesía». Y dijo también: «Preservad la imaginación, hermana del corazón, fuente amplia y dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos».
Y dijo más: «La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que esta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo». Y a María Mantilla escribió: «Donde yo encuentro poesía mayor es en los libros de ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en la verdad y música del árbol, y su fuerza y amores, en lo alto del cielo, con sus familias de estrellas, y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día».
Tornando siempre al imaginístico texto de Nuestra América, complementario de la pedagogía en estado de gracia de La Edad de Oro, creemos y nos hacemos fuertes en la trinidad de propósitos que formula como pilares de la misión educacional iberoamericana y caribeña: en la necesidad de nuestra «marcha unida»; en la conjugación de lo autóctono y lo universal; en el imperativo de hacer causa común con los oprimidos y explotados.
Es a la luz de esa voluntariosa esperanza bolivariana y martiana que tiene que encaminarse definitivamente nuestra educación revolucionaria, hundiendo sus raíces en la historia, de tal modo que no haya ciudadano que, por alejadas que sus ocupaciones parezcan de la indagación histórica, desconozca el proceso, el desarrollo y el tejido de la nacionalidad; desconozca los valores en que se sustenta y lo que ha costado generar o conquistar esos valores; desconozca el fatum geopolítico, las gestas populares y las doctrinas y acciones de los hombres fundadores; desconozca, en fin, la poesía, la leyenda y la novela de la patria, sin que por ello se le oculten las caídas, los vicios y las lacras.
Es solo ese conocimiento el que puede inmunizarnos contra la venenosa marea de banalización y hedonismo que atraviesa los indetenibles medios de incomunicación masiva. Y ese conocimiento, que debe penetrarlo todo igual que el aire que respiramos, ha de empezar desde la infancia como su más precioso y delicado aroma; fortalecerse en la adolescencia y juventud encendiendo las luces de «la fantasía maravillada»; consolidarse en la adultez con la cabal conciencia de la responsabilidad que implica ser partícipe de la historia patria, inseparable de la historia universal.
Creemos que en el fondo es esto lo que quiso decir Bolívar cuando nos comparó a los hijos de Hispanoamérica con «un pequeño género humano». Esto es sin duda lo que quiso decir Martí cuando afirmó en el más profundo de sus apotegmas pedagógicos: «Patria es humanidad».
Y no se piense que solo han de importarnos las virtudes en gran escala, cívicas o heroicas. Si algo necesitamos rescatar de nuestras mejores tradiciones, ello es la fineza en el trato, el comedimiento y la moderación en todas nuestras expresiones personales y sociales.
¿Sería mucho pedir a nuestra educación, por ejemplo, una campaña nacional en favor del no hablar a gritos fuera del ámbito escolar y de no subir los decibeles de la música, o supuesta música, hasta el mero estruendo vibratorio de los amplificadores electrónicos?
Suele decirse que este del sonido brutal y enajenante es un problema universal. También lo es la explotación económica y la Revolución tranquilamente lo ha resuelto.
En el campo de la educación y la cultura no hay problemas menores ni desdeñables: todos tienen la misma importancia porque todos están relacionados entre sí, y porque un pueblo de costumbres incultas no puede ser en verdad, martianamente hablando, un pueblo libre. La incultura en las formas de vivir es también una esclavitud de la que tenemos que autoliberarnos, sin la excusa de que es un mal contemporáneo universal. Atrevámonos a ser en esto tan excepcionales como lo somos en la desobediencia política al Imperio, que sin embargo nos sigue penetrando (no sin plausibles resistencias). Por algún punto del planeta tiene que empezar la lucha contra el despotismo de la tecnología generadora de una seudocultura cada vez más dueña y señora del alma de los hombres.
Atrevámonos a ser ese punto –lo propongo en primer lugar a los educadores– ya que nos hemos atrevido a tanto. Grave error sería pensar que las concesiones en este terreno, por pequeñas que sean, no tienen consecuencias. Pero no se trata de reprimir, de censurar, de prohibir, procedimientos que siempre han sido contraproducentes, sino de realmente educar las apetencias, de enriquecer las opciones, de mostrar las calidades superiores de la vida, de refinar los placeres, de comunicar los instintos con el arte, la belleza con el bien, el Eros mismo con la patria. Somos un pueblo capaz de resistir bailando, de vestir de fiesta el estoicismo, de renunciar a todo menos a la independencia y a la sensualidad. La independencia ya la ganamos. Eduquemos la sensualidad.
Fragmento de la Conferencia Magistral ofrecida el 27 de diciembre de 2006 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.
Tomado: Granma