martes, 7 de noviembre de 2017

A cien años de los diez días que cambiaron la historia Memorias de la Revolución Rusa

Caminando por la calle Lesnaya de Moscú uno se encontrará con el número 55 un comercio y su letrero al frente: “Comercio al por mayor. Frutas del Cáucaso, de Kalandadze”. Estando en la entonces URSS visité el lugar, bajé por una crujiente e insegura escalera de madera hacia un sótano oscuro donde apenas pude descubrir dispersas piezas de una vieja impresora: allí, pues, funcionó durante algunos años la imprenta clandestina de los bolcheviques (comunistas) a pesar del riesgo de tener justo enfrente al Cuartel Central de la feroz policía del zarismo. Miles de ejemplares de periódicos marxistas nacieron en ese lugar y encendieron al populacho con la idea del socialismo. Eran las épocas en que el poeta Vladimir Maiacovsky  y el intelectual Anatoli Lunacharsky agitaban revoluciones en improvisadas tribunas.
A comienzos de 1917 la Rusia del zar Nicolás II se agotaba en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y el crudo invierno castigaba con epidemias y treinta millones de hambrientos. Regimientos enteros se rebelaban y confraternizaban con los adversarios alemanes. El clamor por una paz inmediata recorría los frentes de batalla y las principales ciudades.
En tal situación desaparecían la indiferencia y la pasividad: la autocracia zarista pasaba a ser la principal culpable de tanta tragedia y pese a las graves derrotas sufridas por las insurrecciones populares entre 1905/7, la idea de un socialismo tal como lo preconizaban los marxistas recorría Rusia.
Si en el frente se estancaba una guerra de trincheras con miles de muertes y lisiados, en el frente interno cundía dentro de los partidos de izquierda la guerra de posiciones ideológicas en la cual cobraba mayor dimensión el argumento de que capitalismo y guerra iban de la mano.
1917 se iniciaba con alzamientos, huelgas y barricadas en los centros urbanos al tiempo que fracasaba la cosecha de granos, se agudizaba la hambruna y el campesinado reclamaba la tierra que desde hacía siglos estaba en manos de la iglesia y la aristocracia.
Pero el fenómeno social sobresaliente era que de manera creciente las clases plebeyas, con y sin uniforme, confraternizaban: no tardarían en unirse en la acción.
El zarismo se mantenía a fuerza de represiones. Líderes revolucionarios del socialismo como Vladimir Ilich Ulianov “Lenin” (47 años) y Lev Davidovich Bronstein “Trotsky” (37) debieron exiliarse en Zúrich y Finlandia, respectivamente. Ellos pertenecían, aunque con visiones distintas, a la principal fuerza opositora, el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) que finalmente en febrero de 1917 llamó al alzamiento general. Los mencheviques –el ala más moderada del POSDR– como fuerza dominante, junto a los social revolucionarios (eseristas) y liberales, instauraron la República y formaron un Gobierno Provisional que prometió poner punto final a la guerra y decretar urgentes medidas sociales, pero en realidad tan  moderados fueron que colocaron para presidir el nuevo gobierno a un destacado hombre de la nobleza, el príncipe Gueorgui Lvov.
Masas y soldadesca saludaron la caída del zar, pero aquella burguesía con las riendas del poder dio la espalda a los reclamos urgentes de las clases más castigadas y eligió seguir a los aliados de Francia e Inglaterra que presionaban por continuar la guerra hasta que un armisticio sin fecha llegara por decisiones conjuntas.
Los bolcheviques, la corriente de izquierda socialdemócrata donde militaban Lenin y los “independientes” de Trotsky, se opusieron de manera terminante. Las asambleas de obreros, territorios, soldados, marineros del Báltico  y campesinos, que desde la primera revolución en 1905 habían comenzado a conformar los sóviets con conducciones emanadas del voto asambleario, se agitaban en fuertes debates. Mencheviques y bolcheviques disputaban la hegemonía pero en la medida que el Gobierno Provisional demoraba el cumplimiento de sus promesas, el ala más radicalizada fue ganando espacios.
Los soldados desertaban y retornaban con sus armas a los centros urbanos o al campo y formaban nuevos soviets. Rusia se sumergía en el caos y asomaba como el eslabón más débil del capitalismo en Europa. Lenin, Trotsky y otras personalidades revolucionarias apresuraron su retorno a Rusia: pronosticaban que con ese curso de acontecimientos se avecinaría la Revolución Soviética, quizás la más grande que haya conocido hasta entonces la humanidad.

Abril

Cuando en 1977 se celebró el 60 aniversario de la Revolución de octubre yo estaba de corresponsal en la Unión Soviética. Durante el XXV Congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) había visto desde lejos a Vasili Petrovich Vinogradov. Yo estaba junto a los corresponsales extranjeros y él se ubicaba muy cerca del Leonid Brezhnev, por entonces secretario general del Partido. De los ciento veinte miembros del presídium, Vasili Petrovich era el veterano. Había nacido en enero de 1895, militante del partido de los bolcheviques desde 1915 aunque antes había participado en movimientos huelguísticos de Petrogrado como obrero desde 1908 primero en la empresa Fénix, de capital inglés, y después en Metálica, la fabrica que, avanzando los años, construyó gigantescas turbinas destinadas al Brasil y otras para la represa Salto Grande entre Argentina y Uruguay.
Volví a ver a Vasili Petrovich en el Palacio de Ksheshinskaia de Petrogrado, hoy convertido en museo. Ese palacio perteneció a una adinerada polaca hasta que en la revolución de febrero de 1917 penetró en sus recintos una división de autos blindados de los bolcheviques y se apropió del lugar para convertirlo en sede del Comité Militar Revolucionario hasta junio de ese mismo año. Vinogradov conocía este caserón como la palma de su mano porque había sido miembro del buró del Comité Regional del partido de los bolcheviques de Viborg, el barrio más proletario y revolucionario de Petrogrado.
Con sus 82 años poseía una envidiable vitalidad. Me habló más de dos horas sobre los meses previos al estallido de octubre. Por supuesto, no faltó el vodka. Estábamos sentados a una pequeña mesa dentro del salón de actos en el mismo edificio donde Lenin compartió con los más destacados militantes revolucionarios los proyectos que había expuesto en su “Tesis de Abril”; me refirió sobre cómo en la fábrica Metálica organizaron los destacamentos armados de la Guardia Roja, de cómo distribuía los periódicos bolcheviques entre soldados y marineros del Báltico, y de cómo y cuándo conoció a Lenin.
El Comité clandestino de Viborg que integraba Vinogradov fue el organizador del recibimiento de Lenin cuando éste llegó el 3 de abril de 1917 desde Zúrich a la estación Finlandia de Petrogrado después de una semana de viaje en un vagón sellado. Vasili Petrovich se lamentó porque los únicos testigos con vida de aquella jornada eran dos, uno de ellos mi entrevistado.
Le pregunté sobre aquellos instantes del arribo de Lenin a Rusia.
“Era aproximadamente las once de la noche -me respondió-, había suspenso entre nosotros, hasta que se abrieron las puertas de uno de los vagones y allí apareció una persona bajita de hombros anchos, abrigo negro abierto, gorro de piel, que saltó al andén. Era Lenin. En segundos lo rodeó el gentío y comenzaron las hurras que parecían truenos de primavera. Recuerdo que Vladimir Ilich quitó su gorra para saludar. A su encuentro fueron un representante del Gobierno Provisional que le dio la bienvenida y el secretario del Comité de Viborg quien le entregó el carnet partidario de nuestra regional número 600. Se abrazaron y dirigieron hacia la plaza de la estación donde miles lo esperaban. Si, si vamos rápido, respondió Lenin. Pero cuando apenas salió por la puerta central de la estación intentó  hablar a la multitud desde las escalinatas, pero su voz no llegaba al grueso de los presentes, entonces los compañeros lo alzaron en andas y lo depositaron en el techo de uno de los dos autos blindados que lo aguardaban en el centro de la plaza. Desde ahí llamó a no dejar pasar el tiempo y a actuar con decisión contra el régimen de los opresores. La mayoría de nosotros éramos obreros y soldados, casi todos analfabetos”.
La bienvenida del representante oficial fue meramente formal, se sabía ya de las profundas diferencias que los separaban de las posiciones de Lenin, y éste lo señaló con vehemencia en su discurso: “los pueblos –exclamó– volcarán las armas contra sus explotadores capitalistas. Se inicia una nueva era. ¡Viva la revolución socialista mundial!”
Trotsky llegaría a la misma estación un mes después, el 4 de mayo. Los dos revolucionarios coincidían en que se acercaba el momento decisivo de la revolución socialista pero mientras el primero señalaba que los obreros debían encabezar un frente y tomar las riendas del poder recién cuando la relación de fuerzas sea favorable para no sufrir otra derrota como la de 1905, Trotsky en cambio promovía la “revolución permanente” y señalaba que el proletariado ya estaba en condiciones por si solo de llevar a cabo las grandes transformaciones socialistas.
Hoy, la locomotora que condujo a Lenin está encerrada en una vitrina de la plaza de la terminal Finlandia de San Petersburgo, y en el mismo lugar donde habló Lenin trepado al blindado se levanta un monumento alusivo.
Sobre los hechos que se precipitaron desde ese abril de 1917 hasta octubre, apenas seis meses, se escribieron centenares de libros, pero a mí me interesaba remover la memoria de Vinogradov.
“Comprendimos que venían semanas decisivas. En nuestra fábrica llegamos a organizar tres batallones de obreros armados, una sección de ametralladoras y otra de cañones”.
–¿Ustedes tenían noción de la envergadura de los hechos que protagonizaban?
“Era difícil imaginar la trascendencia de nuestros actos. Lo que sí le aseguro es que teníamos muy presente, sobre todo, derrocar a nuestro enemigo porque estábamos hartos de guerra, de explotación y del hambre. Pero creo que muy pocos entendían la exacta dimensión histórica de Lenin en aquella ocasión pero sabíamos que nos interpretaba”.
–En la fábrica Metálica donde usted trabajaba, ¿acaso hacían cañones?
–Si no lo hacíamos, los conseguíamos, porque ya comenzaban a sublevarse soldados de varios regimientos. En verdad fabricábamos turbinas con una potencia de trescientos kilovatios pero ahora las estamos haciendo de seiscientos cincuenta mil. ¡Fíjese qué salto!”
Cabellos y bigotes blancos resaltaban de su rostro enrojecido: “Ese mismo  blindado desde donde habló, condujo a Lenin desde la estación hasta este Palacio de la polaca donde estamos. Yo no quería aquella noche entrar adonde estaba reunido nuestro Comité. Pensé que Lenin estaría muy ocupado, pero como la sede estaba camino a mi casa, entré para hablar un momento con los compañeros de la guardia por si necesitaban algo. Lenin se enteró que yo estaba allí y pidió conversar conmigo inmediatamente. Trataba de juntar los datos precisos del momento que se vivía en cada fábrica, en cada regimiento y en cada barrio. Esa fue la primera vez que estreché la mano de Lenin. Quería saber el mínimo detalle con objetividad, se interesó por saber cuántas fuerzas exactamente teníamos en la fábrica, el grado de organización y quienes tenían la mayoría en nuestro soviet. En el soviet de la Metálica los bolcheviques habíamos ganado la mayoría, éramos la dirección”.

Octubre

Por entonces la mayoría de la dirección de los bolcheviques no se había convencido de las certezas que esgrimían Lenin y Trotsky. Hubieron tres meses de febriles debates hasta que en julio de ese año estalló un fuerte movimiento contrarrevolucionario encabezado por el general Kornilov. La pretensión era recomponer el poder de una nobleza y alta burguesía que consideraban a los integrantes del Gobierno Provisional como unos timoratos incapaces de imponer el orden ante tanta anarquía.
Alexander Kerenski, hombre fuerte del Gobierno Provisional y por entonces Ministro de Guerra, no encontró otra opción que contemplar cómo los bolcheviques asumían la vanguardia en la lucha contra la sublevación de la aristocracia. Los liberales y el Príncipe Lvov se opusieron y renunciaron. Kerenski asumió la presidencia y derrotado Kornilov fundamentalmente por los bolcheviques, las corrientes más radicalizadas encabezadas por Lenin y Trotsky avanzaron rápidamente en la consideración de los Soviets. Sin embargo, nuevamente la burguesía desató una nueva represión contra los revolucionarios para congraciarse con el poder todavía dominante. Pero ya era tarde.
El 23 de octubre tuvo el Comité Central de los bolcheviques una reunión decisiva, tenían asegurada la mayoría en los Soviets de obreros, soldados, marineros y campesinos pobres, por lo tanto, la consigna que llevaba Lenin a ese encuentro fue “todo el poder a los Soviets”. Era la hora de la insurrección. Además de Lenin y Trotsky se pronunciaron a favor la mayoría de los miembros del Comité, como Stalin, Sverdlov, Lunacharsky, Bubnov y Dzershinski, y solo se opusieron Zinoviev y Kamenev. La resolución tomada el 23 decía en parte: “teniendo en cuenta que la insurrección armada es inevitable y se haya plenamente madura, el Comité Central exhorta a todas las organizaciones del partido a guiarse por estas conclusiones y resolver desde este ángulo todos los problemas prácticos…”
Lenin fue designado secretario general de los bolcheviques de toda Rusia y Trotsky presidente del Comité Revolucionario Militar de Petrogrado.
El 24 de octubre la insurrección de la plebe se iniciaba, Centros de comunicación, empresas, arterias estratégicas iban siendo ocupadas por las brigadas rojas de Petrogrado.

Smolny

En 1808 la nobleza zarista construyó en San Petersburgo una academia de señoritas, amplia, muy ostentosa y cercana al río Neva. Aquel edificio de columnas y arcos griegos lo denominaron Smolny. Se lo rodeó con un alto enrejado y en su perímetro se levantó también una iglesia ortodoxa.
Existe aún el Smolny. Relucía el salón central del primer piso, rectangular, dominado por dieciocho columnas. Actualmente se puede subir por una ancha escalera, doblar a la izquierda, recorrer un larguísimo pasillo, volver a doblar por un pequeño trecho a la izquierda y encontrar allí la habitación numero 67. Este número sigue marcado en la puerta blanca. Debajo de ella hay fijado un pequeño anuncio ovalado que dice “Klassnaia Dama”. Era el despacho de la dama encargada de dar las clases a las señoritas de la corte, les enseñaban buenas costumbres, los protocolos, los pasos del minué, los saludos cortesanos, las determinadas sonrisas, idiomas de categoría, el rezo delicado y el bordado, las normas de la disciplina silenciosa, el pianoforte y el embellecimiento personal. Así, las niñas egresadas estarían en condiciones de ser objetos de matrimonios que trenzarían al zarismo con la nobleza del oeste europeo.
Más de un siglo después la academia de señoritas, el Smolny, fue convertido, a partir de junio de 1917, en el cuartel general de los bolcheviques. El rectangular salón de las columnas fue el escenario del Segundo Congreso de los Soviets de obreros, campesinos y soldados en el cual Lenin anunció el triunfo de la revolución y dio a conocer los decretos sobre el nuevo poder, sobre la tierra y el de la paz.
El cuarto 67 de la “klassnaia dama” fue el despacho de Lenin desde el cual dirigió durante 124 días los pasos del nuevo estado. Sobre el escritorio de Lenin se conservan aún un ejemplar del periódico Pravda, otro de El obrero y el soldado y un tercero llamado La verdad de los soldados. A la izquierda, un teléfono y un tintero. Asomándonos a la ventana se ve el rio Neva y las barriadas de San Petersburgo. Separado por una mampara, una cama de hierro, como cualquier cama de la época, en la cual Lenin se rendía al sueño por muy pocas horas.
Al anochecer del 24 de octubre de 1917 Lenin en el Smolny daba las instrucciones de la insurrección. El 25 de octubre (7 de noviembre del calendario que rige hoy) el telégrafo, los hermosos puentes de Petrogrado y los estratégicos puntos de la cuidad ya estaban bajo el férreo control de los revolucionarios. Al gobierno de Kerenski solo le quedaban dos puntos: el Palacio Mariansky donde funcionaba el agónico Parlamento (Duma), y el Palacio de Invierno, sede del Gobierno Provisional.
El crucero Aurora, bajo control de sus marineros, había penetrado a través de los canales hasta el corazón mismo de Petrogrado. Anclado en los muelles del Neva, haría el cañonazo que serviría de señal para el asalto final al Palacio de Invierno. Unos pocos quedaron a bordo y la mayoría de sus marineros se unieron a los destacamentos de la Guardia Roja y todo estaba listo.
A las siete de la mañana de aquel 25 de octubre había tenido Lenin una reunión con los miembros del Comité Revolucionario Militar y se designaron los enlaces entre los que rodeaban el Palacio y dicho Comité.

Palacio de Invierno

“Recibimos las instrucciones de cómo debería ser el asalto al Palacio de Invierto y su plaza, pero a la vez no había que descuidar la defensa del Smolny en caso de un contraataque del enemigo. Recuerdo que también hablamos de cómo utilizar las reservas para suplantar las víctimas que seguramente las tendríamos en las primeras filas. Aprobado el plan de asalto, estábamos preparados para cumplirlo”, me explicó Alexandr Ivanovich Timofeiev, uno de los siete que en 1977 aún estaban con vida entre aquellos que habían participado de la batalla. A medida que narraba los acontecimientos iba indicándome en un gráfico cada sitio del amplio perímetro del lugar y su plaza. En la mesa una botella de coñac servía de combustible al testimonio.
Le pedí detalles de cómo fue esa toma, y así me respondió con los índices transitando el croquis:
“Formábamos tres grupos centrales de asalto. El primero, compuesto con  soldados del Regimiento de la Fortaleza de Pedro y Pablo y con los obreros de las Guardias Rojas de los barrios de Viborg y Petrogrado  (llevaba el nombre de la misma ciudad). Tenían que avanzar por la derecha. El segundo grupo estaba formado por el Regimiento de Kaksgolm, por marinos de dos cuarteles de infantería y trabajadores de la empresa Utilov, que atacarían por el centro. El tercero lo integraron marinos de la flota de guerra y la Guardia Roja de trabajadores del barrio Isla de Vasili. El Estado Mayor lo establecimos en la Fortaleza de Pedro y Pablo y desde ese lugar se daría la señal al Aurora para que accionara el cañón. Sabíamos que muchos cadetes y cosacos que defendían a Kerenski y sus ministros habían huido sin librar batalla, pero en el Palacio quedaban todavía unos mil defensores. Era una cifra importante por las características del edificio. Usted vio qué extensa y llana es la plaza que rodea el Palacio, y la debíamos cruzar bajo fuego. Además, en el centro de la plaza, donde está el monumento –columna símbolo triunfal con el San Jorge vencedor en la punta– se hallaba la primera barricada de los cadetes que nos cortaba el paso. La segunda línea de defensa estaba en el centro y a ambos costados de las puertas del palacio”.
–¿En qué momento se escuchó la señal del Aurora?
–Los minutos de espera fueron terribles, esperábamos impacientes el cañonazo del crucero. Según el plan de operaciones el asalto debía iniciarse a las 21, no se pudo porque en el Estado Mayor hubo problemas con una pieza de artillería lo que demoró la señal que aguardaba el Aurora. Los que estábamos ya preparados para el asalto aguardábamos el cañonazo de los marineros del crucero. Pasaban los minutos y el disparo no se producía. ¿Qué estaba ocurriendo? Imagínese nuestro nerviosismo, estaban los que querían comenzar el asalto sin esperar la señal. Los disuadimos. Ya eran las 21,30 y algunos decían que quizá se estaba entablando alguna negociación, algo que no nos convencía porque nosotros queríamos atacar y acabar ya con el régimen. Escuchamos de repente el cañonazo, eran las 21.45 horas, y empezó nuestro primer ataque desde la derecha y fue tan exitoso que con celeridad les ocupamos la sede de su Estado Mayor. Fue impetuosa la embestida de los trabajadores de la Guardia Roja de Viborg: llegaron hasta una de las entradas del Palacio. Pero por encima de esa puerta estaba instalada una ametralladora que era parte del armamento de las cadetes mujeres, si, como me escucha, esas mujeres fueron las más furiosas defensoras de Kerenski. Tuvimos que retroceder. A las once de la noche empezamos el segundo ataque. La lucha en la parte central de la plaza, donde estaba el monumento a San Jorge, se prolongó una media hora hasta que cayó en nuestras manos, les destruimos sus barricadas y tomamos el que ya era su último blindado. Unos instantes antes habíamos visto cómo, por fin, abandonaba a Kerenski el batallón femenino. El tercer ataque fue demoledor, ocurrió a la hora 24, consistía en un embate general de los tres grupos. La resistencia externa al Palacio fue completamente vencida. Ya las hurras y los disparos de victoria se mezclaban cuando atravesamos masivamente las puertas del Palacio de Invierno. Pero en realidad la lucha continuó dentro del edificio donde había cientos de habitaciones y escaleras. Para llegar hasta el recinto donde se habían encerrado los ministros tuvimos que librar combates encarnizados y recién a las 2.10 horas del día 26 de octubre logramos penetrar a esa sala. Detuvimos a los ministros pero Kerenski había huido disfrazado de enfermera. Eran tantos los vericuetos del Palacio que recién a las siete de la mañana finalizamos la tarea de limpieza. El Palacio de Invierno estaba en nuestras manos e iniciábamos la nueva era. Había caído el último baluarte del Gobierno Provisional y Timofeiev dejó por fin de dibujar con los índices el diagrama, tomamos entonces el último trago, guardó sus lentes y lo contemplé al alejarse: era flaco y tan bajito que no lo pude imaginar embistiendo barricadas, penetrando al Palacio de Invierno con fusil en mano y expulsando hurras de victoria. Sobre la mesa quedaron desordenados los gráficos de Timofeiev, después lamenté no habérmelos llevado. Mi personaje, que había participado en las tres revoluciones –la de 1905 y las de febrero y octubre de 1917–  se marchaba en ese instante conforme hacia su casa convencido de que el socialismo triunfaría en el mundo y que el comunismo iluminaría a la humanidad.  Ni por casualidad se le hubiera cruzado por la cabeza que en doce años más la Unión Soviética terminaría derrumbándose castigando las ilusiones de millones en el planeta.
Hoy el Palacio de Invierno es el famoso museo Hermitage y está entre los principales del mundo; es imposible recorrer en un día las valiosísimas colecciones de Picasso, Matisse y otros impresionistas, junto a pinturas de Rembrandt y Rubens, del Renacimiento, esculturas de Rodín y cuantiosos clásicos rusos junto a artesanías y joyas del mundo antiguo.
Pocas semanas después de la “limpieza” del Palacio de Invierno, los integrantes del Soviet de artistas plásticos rusos eligieron al pintor vanguardista Casimir Malevich como director del museo.
Aún resonaban los últimos disparos dentro del edificio y ya desde la radio del crucero Aurora se propagaba el manifiesto que había escrito Lenin proclamando la toma del poder. Ese manifiesto rápidamente se extendió a Rusia y al mundo. Decía así:
“¡A los ciudadanos de Rusia!
El Gobierno Provisional ha sido depuesto. El poder del estado ha pasado a manos del Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado, del Comité Militar Revolucionario que encabeza el proletariado y a manos de la guarnición de Petrogrado.
La causa por la cual luchaba el pueblo, la propuesta inmediata de una paz democrática, la abolición de la propiedad de los terratenientes sobre el suelo, el control de los trabajadores sobre la producción, la creación de un gobierno Soviético, está asegurada.
¡Viva la Revolución de los obreros, soldados y campesinos!”
El manifiesto llevaba fecha del 7 de noviembre de 1917 (en el nuevo calendario), a las 10 a.m., y lo firmaba el “Comité Militar Revolucionario adjunto al Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado”.

Moscú

Los sucesos de Petrogrado se repetirían de una u otra manera en cientos de aldeas y ciudades rusas, entre ellas Moscú donde numerosas concentraciones de trabajadores y varios regimientos estaban prácticamente en rebeldía. El barrio más densamente proletario era Krasnaya Presnia o Presnia Roja donde ya se habían verificado varias insurrecciones por explotación o por hambre. Allí estaba la fábrica textil Tres Montañas, una de las mayores en su especialidad de toda Rusia. Siete veces había ido Lenin a esta empresa de seis mil obreros. La historia dice que en esta empresa se inscribieron cientos de trabajadores en las Guardias Rojas deseosas de ocupar un lugar en el combate revolucionario. De Presnia Roja emergió la fuerza motora de la revolución de diciembre de 1905, heroico preludio a los acontecimientos de 1917. Fue en ese severo invierno moscovita que se erigieron las barricadas contra las fuerzas del zarismo. El zar Nicolás se vio urgido a enviar numerosos regimientos para derrotar a los alzados. Fueron cinco días de resistencia que se prolongarían hasta las nueve jornadas en la entonces Plaza Kudrin -hoy denominada Plaza Vostania, de la Insurrección-. La represalía fue feroz: alrededor de cinco mil obreros fueron fusilados en las mismas barricadas.
“¡Pero qué miedo tenía la camarilla zarista de los obreros armados de Presnia en las luchas callejeras de la primera Revolución Rusa en 1905! A pesar de que en otras regiones de Moscú los destacamentos de trabajadores ya se habían rendido y destruido las barricadas, nosotros en Presnia seguíamos luchando. Sin el apoyo de varios regimientos zaristas de artillería, no habrían podido vencernos”. Así me narraba aquellas rebeliones proletarias el veterano Ivan Bonifatievich Krilov cuando lo entrevisté en la misma casa que sirvió de sede al Comité Militar Revolucionario de Presnia. Krilov me llevó a la mismísima habitación desde donde se había dirigido la sublevación de Moscú en 1917. Con total desparpajo me hizo sentar, y se sentó él, en una larga banqueta hoy pieza de museo.  
–Dígame –le pregunté–, ¿cómo fue aquel instante de la toma del poder por los soviets en Moscú?
“No podemos esperar más –nos dijeron del Comité Regional Militar–, en Petrogrado acaban de derrotar al Gobierno Provisional. Teníamos que tomar Moscú. De Presnia salimos miles de obreros. Yo trabajaba en la fábrica de calderas Tilmans donde teníamos un destacamento de trescientos integrantes de Guardias Rojas. Recuerdo la agitación en los barrios. Había soldados que se nos unían, venían de todas partes. Lo primero fue ocupar en cada distrito las sedes policiales, desarmarlas y entregar las armas a los grupos que se dirigirían al centro de la ciudad. Informamos a los comisarios que a partir de ese momento el poder lo tenía el Congreso de los Soviets. La resistencia fue mínima. Lo difícil vino después. En Moscú y sus alrededores existían unas veinticinco escuelas militares con varios miles de cadetes cuya alta oficialidad pertenecía a familias de la aristocracia, eran el único apoyo al Gobierno Provisional porque los soldados rasos ya se habían volcado a la revolución. Sabíamos que como ocurrió en 1905 la elite militar intentaría bloquear Presnia para impedirnos la salida, por eso vallaron con artilleros la calle Sadovoye Koltsó. El 27 de octubre le dimos batalla, la orden terminante del Comité Revolucionario era desalojarlos. Y fueron aplastados. Mi escuadrón fue luego a tomar la estratégica Plaza Kudrin, la misma de las barricadas de 1905. La lucha se hizo muy encarnizada, varias veces los lugares estratégicos pasaban de una mano a otra. Los malditos habían diseminado francotiradores en edificios circundantes. Por suerte recibimos el apoyo de dos regimientos con artillería. Los atacamos desde tres flancos y los vencimos el 29 de octubre. Seguimos avanzando hacia el centro de Moscú donde ellos tenían su último baluarte en la plaza Nikitskie Vorota. En la esquina estaba la iglesia donde se había casado nuestro gran Pushkin. Esos cadetes que se decían tan religiosos se habían parapetado en la misma iglesia y desde ahí mataban a cualquiera que se asomara. Tuvimos muchos compañeros muertos pero al fin nos apoderamos de la zona. Extendimos nuestro dominio hasta la Plaza Strastnaya (hoy Plaza Pushkin). Las últimas barricadas de los cadetes se mantuvieron en la calle Arbat (la más transitada en el Moscú de hoy) y en la Plaza Smolienskaia donde se ubicaba la principal escuela militar al mando del  coronel Riabtsev. Recién se rindió en el mediodía del 2 de noviembre del viejo calendario, recién entonces el poder de los Soviets se instaló en Moscú”.
La revolución, de todos modos, no se limitó solo a tomar el Palacio de Invierno y luego asumir el control del país en los “10 días que conmovieron el mundo”, como con pasión nos relataba John Reed, sino que fue un proceso de meses, de combates contra la intervención armada de catorce estados extranjeros, de dos a tres años de guerra civil ante los alzamientos de los “rusos blancos”, de acabar con los latifundios y organizar la propiedad social de la tierra, de establecer nuevas formas de conducción de las grandes industrias y de otros hechos que significaron barrer con las estructuras económicas e institucionales conocidas hasta entonces, y poner punto final a todo aquello que para la burguesía había sido algo sólido y natural.
Fue un movimiento revolucionario único, esencialmente creador e iniciador de una nueva manera de entender la democracia, democracia de los que habían sido los más castigados por el capitalismo, de cuyas entrañas, además, emergieron artistas de talla universal como el poeta del futurismo Vladimir Maiacovsky (La nube en pantalones, Oda a Lenin, La chinche…), los cineastas Pudovskin (La madre y autor de un manual del que se nutrieron grandes directores de entonces) y Eisenstein (La huelga, El acorazado Potemkin, Iván el terrible, Que viva México…), el escritor Máximo Gorki (La madre), Casimir Malevich, artista plástico del estructuralismo, y otros.
Obviamente, a cien años de los sucesos de octubre ninguno de los protagonistas está con vida. Lenin sufrió en 1918 un atentado cuando hablaba en una fábrica de Moscú, una bala le perforó un pulmón y otra le interesó un hombro, y falleció en 1923 presumiblemente de un infarto. Trotsky recibió la condecoración de la Bandera Roja (máxima distinción del principio de la Revolución) tras la firma de la paz en Brest Litovsk, pero enfrentado a los otros miembros del Comité Central se radicó en México donde fue asesinado en Coyoacán en 1940. El príncipe Lvov murió en París, 1928, y Alexandr Kerenski en Nueva Tork en 1970.
Aunque fue la experiencia socialista más extendida en el tiempo, tampoco la Unión Soviética llegó a celebrar su centenario. Sucumbió por una costosa carrera armamentista que le impuso el imperialismo, y por propios pecados como el formalismo, la ineficiencia, la burocracia, y sobre todo el dogmatismo que cerró el paso a la reflexión política, e impidió  interpretar y conducir en la nueva etapa el sentir de la mayoría del pueblo.
Pero aquella Revolución de los proletarios y humildes de Rusia y la instauración del poder de los Sóviets cambió la historia mundial de cuajo y con sus actos heroicos, aciertos, errores y calamidades stalinistas, ha dejado un enorme caudal de enseñanzas y experiencias para proyectar el socialismo en esta época, una época en la cual los pueblos de América latina tenemos mucho que aportar.
Tomado. Pagina/12