Este hecho supuso la muerte de su primer presidente socialista y la instauración de 17 años de una atroz dictadura que marcó de manera definitiva al país.
La idea de que Salvador Allende no gobernara Chile se gestó en los escasos días entre su victoria con la Unidad Popular (UP), el 4 de septiembre de 1970, y el 24 de octubre de ese año, cuando el Congreso, que tuvo que definir la elección por la escasa ventaja que le dieron los votos, decidió que fuera el presidente por los siguientes seis años.
La derecha chilena, que nunca digirió la derrota ni a la izquierda en el poder, y el gobierno de Estados Unidos, en plena Guerra Fría, con alguna participación de la Democracia Cristiana, dedicaron en esos tres años esfuerzos y recursos en planes y acciones desestabilizadores que socavaron la política, la sociedad y la economía del país, al margen de los errores de gestión cometidos por el gobierno de la UP.
Cada bando comenzó bien temprano la actividad ese 11 de septiembre: Allende y sus asesores en La Moneda, y la Armada en el puerto de Valparaíso, desde donde irradió la acción militar para derrocar al mandatario.
“Qué será del pobre (Augusto) Pinochet”, se preguntaba preocupado el presidente, cuando aún no sabía que al levantamiento se habían sumado los Carabineros, la Fuerza Aérea y el Ejército, al frente del cual Allende había puesto pocos días antes al general, quien tras jurarle lealtad terminó siendo uno de sus principales verdugos.
El líder socialista, acompañado por sus principales asesores y amigos, ordenó evacuar la sede del gobierno y esperó a los sediciosos en La Moneda, con casco militar y fusil.
Después de horas de ataques con tanques y ametralladoras al palacio gubernamental, los sublevados exigieron la renuncia de Allende con el compromiso de enviarlo junto a su familia al exterior.
“Pero qué se han creído. ¡Traidores de mierda!”, les contestó, lo que desencadenó el ataque final hacia el mediodía con el fuego aéreo de unos Hawker Hunter.
“Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano; será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”, había proclamado el presidente a los chilenos momentos antes, a sabiendas de que resistiría hasta morir el golpe cívico militar.
Tras dos horas de bombardeos, Allende ordenó la salida de sus asesores y, en su oficina, se disparó en el mentón con su fusil.
“Misión cumplida. Presidente muerto”, fue la comunicación que envío a sus superiores el general Javier Palacios, a cargo del ataque, cuando al entrar a La Moneda encontró al jefe del Estado.
El golpe echó a perder la ilusión del socialismo chileno de una “revolución” que se identificaba como inédita, sin violencia, en medio de las entonces volátiles democracias de América latina, y, al mismo tiempo inauguró una de las dictaduras más atroces de la región.
Pinochet fue, además, uno de los autores intelecuales e impulsores del Plan Cóndor, el esquema de colaboración represiva del que tomaron parte las dictaduras en la región para perseguir y asesinar a militantes políticos.
El régimen, liderado por Pinochet, dejó al menos 38.000 víctimas que sufrieron en carne propia tortura, secuestro, despojo o muerte.
La represión pinochetista, que llegó a nutrirse de policía e inteligencia propias, entre ellas la célebre Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), se practicó incluso con el uso de armas químicas, como gas sarín y toxinas botulínicas, según una reciente revelación de funcionarios de entonces, y hasta con atentados terroristas en Washington, Buenos Aires y Roma para terminar con opositores que habían logrado exiliarse.
El plan de exterminio interno fue sistemático y planificado, tal como evidencian los entrenamientos de miles de represores desde 1974 en el campo de concentración de Tejas Verdes, en el puerto de San Antonio, bajo el mando del capitán Manuel Contreras, el primer jefe de la Dina.
Pero la profundidad de la represión, que incluyó el exilio de miles de personas y allanamientos masivos en los barrios pobres, sólo fue posible porque existieron amplios sectores civiles que respaldaron las acciones y que incluso fueron educados en esas lógicas.
Los propios archivos secretos del régimen revelan que cientos de funcionarios de ministerios políticos o sociales asistieron a cursos sobre guerra psicológica, poder naval o guerra nuclear en la Academia Nacional de Estudios Políticos Estratégicos.
Esta complicidad civil, en algunos casos, y la pasividad de líderes y sociedad en general, es la que encuentra aún hoy, en el 40mo. aniversario del golpe, divididos a los chilenos.
Tomado: LibreRed.net