De la violencia organizada de los narcos, Cali pasó al delito sin control de las calles. La intervención del gobierno central fue nada más que un relumbrón momentáneo, y la ciudad no volverá a ser segura sino cuando se toquen las palancas de fondo –droga, justicia, inteligencia policial- y se decida educar a los jóvenes.
De la confianza al temor
Hace casi diez años, el entonces comandante de la Policía Metropolitana de Cali, coronel Óscar Naranjo, decía que Cali era una ciudad segura. No había ironía en sus palabras. Pensaba que, más allá de la evidente acción del narcotráfico, la vida cotidiana en Cali era segura, o casi segura.
Hoy, ni él ni nadie pueden decir lo mismo. Los atracos, el fleteo, los asaltos a residencias, condominios y bancos, y los 2,000 asesinatos anuales han convertido a Cali en una ciudad que es vivida por sus habitantes con una incertidumbre que tiende a convertirse en miedo. Y la indiferencia de antes es ahora desesperanza.
Cambios en la delincuencia
¿Qué es lo que ha cambiado en estos diez años?
Que la criminalidad organizada del narcotráfico fue reemplazada, en un proceso irregular y violento, pero poco visible, por una criminalidad menor, y en expansión, que involucra a hombres y mujeres cada vez más jóvenes, casi niños, que juegan a los bandidos con armas reales, y matan, hieren y roban a ciudadanos reales, en una oleada de violencia que ni esta administración municipal, ni las anteriores, han querido tomar en serio.
La violencia –que antes regulaba las relaciones entre las distintas organizaciones del narcotráfico y producía centenares de muertos después de una delación en Miami o en Nueva York– se extendió a toda la ciudad cuando los lugartenientes y soldados sobrevivientes trataron de reorganizar su actividad y ocupar los lugares de los que habían desaparecido.
En forma paralela, jóvenes muy jóvenes, de estratos diversos, hicieron su entrada en el mundo de la delincuencia. Las armas, las técnicas, las oportunidades, la cultura, los modelos a emular estaban ahí, listos para ser convertidos en acción real.
Bastaría agregar los múltiples lazos de corrupción que unen al crimen organizado con miembros activos y retirados de las fuerzas armadas, funcionarios públicos, empresarios, contratistas y políticos, para tener el cuadro fatídico que hoy tiene a la ciudad al borde del miedo colectivo.
Para decirlo de otra forma, las actividades ilegales handesplazado a las legales, absorbiéndolas en ocasiones, conformando un sistema de ilegalidad creciente que se reproduce a través del reclutamiento espontáneo de los más jóvenes.
Detrás de este proceso está, sin duda, lo que el general Naranjo ha llamado la cultura del narcotráfico, que en los últimos treinta años ha permeado toda la vida social, política, económica y cultural de la ciudad, pasando al comportamiento cotidiano y transformándose, a través de múltiples caminos, en algo aún peor: una cultura generalizada del crimen.
La reciente oleada criminal que condujo a la intervención directa del gobierno central es el resultado de la proliferación de bandas, bandolas, pandillas y combos que han extendido el reino de la violencia y de la intimidación a la vida cotidiana de todos los ciudadanos. Lo que antes era una actividad rutinaria de ajuste de cuentas y regulación violenta de las actividades ilegales, que sólo concernía a los que vivían en ese mundo, ahora se volvió cuestión de vida o muerte para todos. Actividades normales de la vida cotidiana se han convertido en fuentes de riesgo para la vida: retirar dinero de un banco, conducir un vehículo, hablar por celular en la calle, caminar, salir de un restaurante, un bar o una discoteca.
Bálsamo mágico
Como la administración municipal decidió refugiarse en el cuidado de las megaobras que nos llevarán a la ciudad del futuro, mientras la ciudad de hoy desaparecía ante sus ojos, el general Naranjo, y el asesor presidencial para la seguridad, Francisco Lloreda, llegaron a Cali para salvarla del crimen.
Pusieron en marcha un plan de choque que rindió los frutos mediáticos esperados: miles de detenidos, expendios de droga allanados, armas decomisadas (entre ellas munición con la marca de la Industria Militar -INDUMIL), vehículos recuperados. Las “ollas” del centro de la ciudad fueron intervenidas, y los operadores más bajos de la larga cadena de distribución de drogas ilegales terminaron detenidos por cortas temporadas.
Hubo, incluso, dos días sin homicidios –algo nunca visto en la ciudad en los últimos años. Pero después de dos semanas de alivio y optimismo, el peso de la rutina regresó con toda su inercia: los homicidios volvieron a su nivel promedio, los atracos, fleteos y asaltos volvieron a ser tan frecuentes como antes, y el plan de choque terminó siendo lo que era en esencia: un plan transitorio con resultados transitorios.
El general Naranjo llamó a su plan de choque un “bálsamo mágico”. Olvidó que la magia es tan breve como el instante en el que ocurre. Y que un plan de choque, como el aplicado en Cali, no puede superar la barrera del 25 por ciento en disminución efectiva de homicidios y de actividad criminal de todo tipo.
¿Qué hacer?
Después de la fiesta mediática viene la calma y con ella la inercia del crimen. La pregunta es, como siempre, ¿qué hacer?
A riesgo de caer en la ingenuidad sugiero dos supuestos simples:
-El primero es que el problema del crimen en Cali es de largo plazo. Tanto la violencia homicida como la violencia contra la propiedad y la tranquilidad ciudadana hacen parte de procesos de largo plazo que no pueden doblegarse o detenerse mediante planes de choque, no importa qué tan radicales o profundos sean. -El segundo supuesto es que el problema más agudo es cómo desligar a los más jóvenes del crimen.
Tres asuntos estratégicos
El primer supuesto conduce a tres problemas básicos, cuya solución requiere de medidas de largo plazo.
-El primer problema tiene que ver con la política anti-droga de los gobiernos de Colombia y Estados Unidos. Mientras no cambien las reglas básicas del juego, habrá altos niveles de ilegalidad y violencia ligados al narcotráfico y a su represión. Incluso cuando la represión es efectiva, como lo ha sido en el caso de los grandes jefes del narcotráfico, el sistema no deja de reproducirse: intermediarios, jefes de sicarios, sicarios y operadores de menor cuantía toman las riendas del negocio, con niveles de violencia cada vez mayores.
-El segundo es la falta de una política criminal en Colombia. Con los juicios rápidos, y las sentencias anticipadas, la investigación criminal prácticamente desapareció. Sicarios y operadores van a la cárcel por unos años, mientras que los autores intelectuales permanecen libres, disfrutando de su dinero y sus conexiones.
-El tercero tiene que ver con el muy limitado uso que hacen las autoridades, de todos los niveles, de la información que tiene la Policía con respecto a la actividad de las organizaciones criminales. Con el conocimiento que hoy tiene la Policía Metropolitana acerca de las estructuras, modos de acción, localización y conexiones de las organizaciones criminales activas en Cali, en lugar de la persecución aleatoria de operadores de bajo nivel, el trabajo policial y de las autoridades debería concentrarse en la persecución de los jefes y de sus estructuras básicas.
Una buena educación
Evitar la entrada de los más jóvenes al mundo de la violencia y del crimen es un objetivo de muy largo plazo, imposible de alcanzar en el tiempo exiguo de la vanidad mediática y las ambiciones políticas. No puede ser la política de un alcalde o de un jefe de policía. Tendría que ser una política de Estado.
Las medidas son, en apariencia obvias, pero requieren de grandes inversiones, y de una voluntad política que el Estado colombiano no parece tener por ahora. La mejor educación para los más pobres y vulnerables es indispensable para quebrar los lazos que unen a los jóvenes más vulnerables con el crimen y la ilegalidad. Esto implica no sólo mejores colegios, profesores y herramientas de aprendizaje, sino las condiciones mínimas para permanecer en el sistema educativo, y la reconstrucción de las comunidades destruidas por años de crimen, desplazamiento y violencia.
La buena educación supone, además, que las y los adolescentes no tengan hijos antes de alcanzar la autonomía económica y personal. Los adolescentes más vulnerables son hijos de adolescentes que no tuvieron ni la oportunidad de acceder a una educación mínima ni la de dirigir sus propias vidas. Cortar ese vínculo peligroso es decisivo para la formación de ciudadanos autónomos.
Y aunque es cierto que, en largo plazo, todos estaremos muertos, como dijo Keynes, no lo es menos que las generaciones futuras tienen derecho a morir de muerte natural, y no en las condiciones miserables en las hoy mueren tantos caleños.