Este año se cumplieron ochenta de la muerte del gran poeta hispano Miguel Hernández, muerto en la cárcel en plena juventud, acusado de haber defendido a la República en la guerra y de profesar ideas comunistas.
Se me permita empezar con una nota personal.
Miguel Hernández fue para mí, como para millares, un regalo de Joan Manuel Serrat, con «Para la libertad», «Elegía para Ramón Sijé», «Nanas de la cebolla», “Niño yuntero”, “Llegó con tres heridas” y otras bellas adaptaciones.
No mucho después vendría la lectura de la Antología que de sus poemas hizo la Editorial Losada, trinchera de difusión de autores asesinados, presos y exiliados por el franquismo. Y a poco andar la de alguno de sus libros, como El rayo que no cesa, de inspiración amorosa y recorrido por el afecto hacia varias mujeres, como su novia Josefina Manresa y la pintora Maruja Mallo. Y el militante Viento del pueblo, producto de su actuación política y la experiencia de la guerra.
Del campo a Madrid, a través de la poesía.
Ese joven de origen pueblerino había nacido en 1910 en Orihuela, provincia de Alicante. Y trajinado como pastor de cabras desde su adolescencia, al servicio de la explotación ganadera de su padre. Con poca educación formal, pudo elaborar tempranamente una obra que lo colocó en el selecto grupo de poetas algo mayores que él, reconocidos como “generación de 1927”.
Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, entre otros, trabaron relación con él. Además de dos sudamericanos por entonces en tierras españolas: Pablo Neruda y Raúl González Tuñón, a quienes dedicó en su momento sendos poemas.
Su formación ideológica inicial se dio dentro del catolicismo, al que lo empujaba la beatería de su ciudad natal, llena de iglesias y monasterios. Amén de su círculo de amistades inicial, en particular Ramón Sijé, poeta y amigo dilecto, de pensamiento católico y conservador, junto al que impulsaría una publicación literaria titulada El gallo crisis.
Ya establecido en Madrid, conocido por poemas publicados allí y vinculado al ambiente literario de la ciudad capital, rompió con el pequeño mundo provinciano impregnado de clericalismo y de poesía de inspiración religiosa. Estimulado por la floración intelectual de izquierda, conmovido por la pobreza y la desigualdad, comenzó a cultivar una poesía más signada por las resonancias sociales y políticas.
Y a poco andar se decantó por la militancia, opción no ajena a la definición comunista de algunos de sus amigos. Se afilió al comunismo español en enero de 1936. Nada casualmente fue después de sufrir una detención acompañada de maltratos por parte de la guardia civil. Confesó a su amigo Alberti que después de vivir esa vicisitud le habían quedado las cosas más claras en política.
Casi al mismo tiempo publicó en el diario El Sol, de Madrid, a modo de comentario sobre Residencia en la Tierra, de Pablo Neruda, un claro pronunciamiento en contra de la llamada “poesía pura”. Su pronunciamiento poético se acompasaba con su opción militante.
Por esas épocas se había incorporado a las llamadas “misiones pedagógicas”, una línea de acción educativa y cultural sobre el terreno, creada por el gobierno de la República. Se desenvolvían
sobre todo en áreas rurales, con representaciones teatrales, proyecciones cinematográficas, recitales de poesía. El poeta tomó parte de una misión que recorrió varios pueblos de la provincia de Salamanca.
En la guerra.
Luego del golpe militar, Miguel se enroló en septiembre de 1936 en el Quinto Regimiento, la unidad por excelencia del partido al que pertenecía. No ocupó un puesto de retaguardia, como otros intelectuales y artistas, sino que marchó al frente. Se inició como zapador, cavando trincheras en la línea de combate. De allí lo convocaron para ser afectado al comisariado de diferentes unidades.
Colaboró con figuras militares de fama, como “El Campesino” y Vittorio Vidali (alias “comandante Carlos”). Y entre otros sitios de combate estuvo en el frente de Madrid, en el cerco al santuario de Santa María de la Cabeza y en la batalla de Teruel.
Durante parte de la guerra estuvo en el frente sur, en Jaén, como redactor de un periódico destinado a los combatientes de ese frente, Altavoz del Sur y en el rol de responsable de tareas de alfabetización entre los soldados.
Desde allí produjo una vibrante prosa periodística y de propaganda. Su paso por la guerra se proyectó asimismo en poesía de combate, como la volcada en su libro Viento del pueblo. Entre los poemas incluidos en ese volumen se encuentra “Sentado sobre los muertos”, de desgarrada identificación con trabajadores y pobres de la sufriente España:
Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles.
Antemuro de la nada
esta vida me parece.
Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte
Producida la derrota de la república y sin apoyos que le facilitaran preservar su libertad logró salir de España por la frontera portuguesa. Fue denunciado poco después de traspasarla y la policía al servicio de la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar lo detuvo y deportó a las tierras que ya dominaba Francisco Franco.
En las cárceles de Franco.
Una vez detenido en Huelva sufrió graves torturas y allí comenzó un penoso periplo por varias cárceles. Sus frecuentes traslados abarcaron buena parte del territorio español. Fue un itinerario que parecía diseñado para empeorar su ya muy dolorosa situación.
Sus estadías carcelarias no se diferenciaron de las de cientos de miles de españoles apresados por los vencedores. Malos tratos, hambre, hacinamiento, pésimas condiciones de higiene.
En uno de los arbitrarios juicios de la época fue condenado a muerte en marzo de 1940 por “adhesión a la rebelión militar”. Luego le fue conmutada la pena capital por la de treinta años de prisión, la que le seguía en la escala. Hubo recursos para la revisión de la condena que los tribunales de la dictadura se ocuparon de rechazar.
En la prisión no tardó en enfermarse. Se contagió fiebre tifoidea. Pero fue la tuberculosis la que terminó de minar su organismo. Transcurrió su dolencia en la enfermería de un penal, en la que faltaban hasta los insumos más elementales para suministrarle un tratamiento.
Mientras atravesaba esos padeceres algunos franquistas lo presionaban de continuo para que se mostrara “arrepentido” y conseguir así mejor trato y hasta su libertad. No claudicó ante ellos y preservó así su libertad interior y sus ideas.
En las cárceles prosiguió con su escritura, sobre todo antes de que su enfermedad se agravase en extremo. De su etapa en prisión datan parte de los poemas recogidos en su libro Cancionero y romancero de ausencias y sus últimos poemas, no reunidos en un volumen.
Al compás del encierro sus versos retomaron una veta más intimista, sin excluir la protesta contra sus carceleros.
Ejemplo de este período es uno de sus poemas más famosos, titulado “Antes del odio”, cruzado por el encierro y el amor a su mujer. Vale la pena transcribir su estrofa final:
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos mi prisión,
en tus brazos donde late
la libertad de los dos.
Libre soy. Siénteme libre.
Sólo por amor.
Entre sus sufrimientos estuvo el de enterarse que su esposa y su hijo estaban sumidos en la miseria, mientras que desde su encierro él no podía auxiliarlos. Sólo tenían cebolla y pan para comer. Su respuesta fue una vez más la escritura poética. Escribió los bellos y doloridos versos de “Nanas de la cebolla”, de los cuales reproducimos algunos:
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Su muerte fue un crimen, su poesía habita hasta los taxis de Cuba.
La enfermedad de sus pulmones lo llevaría a la muerte, la que sobrevino el 28 de marzo de 1942, en la prisión de Alicante. El poeta tenía 31 años. Lo sobrevivían su esposa Josefina, su hijo Manuel y una obra que lo colocó entre los más destacados poetas españoles de su generación y de todo el siglo XX.
Su prematura muerte, directo resultado de los malos tratos que se le infligieron, constituye, junto con el de Federico García Lorca, uno de los asesinatos de grandes poetas cometidos por el franquismo. El de Federico fue a mano armada, el de Miguel por la vía apenas más solapada del maltrato, la tortura y el abandono.
El pueblo español se vio privado de su poesía durante el franquismo, que lo repelía por “rojo”, luchar por la República y generar una poesía incompatible con los objetivos de la dictadura. Recién en 1949, previa censura, fue editado en la península El rayo que no cesa. La mencionada Antología de Losada fue prohibida para circular en toda España, sobre todo a raíz de que incluía el poema militante Viento del pueblo.
Nada de eso menoscabó en lo más mínimo la valoración y difusión de la poesía hernandiana dentro y fuera de España. Un significativo ejemplo al respecto: Se dice que muchos taxistas de La Habana, Cuba, saben de memoria algunos de sus poemas, gracias a la sostenida presencia de las composiciones de Hernández en las escuelas de la isla.
Este artículo es el texto base de una columna a difundirse en el programa radial Memoria en rojo, amarillo y morado, que se emite por radio Caput los días sábados de 19 a 20.