En los primeros días del año se convocó a través de redes sociales a otra caravana migrantes en San Pedro Sula, Honduras. Poco después, y en un contexto muy adverso (por la pandemia del Covid 19, la precariedad económica y un clima de abierta inseguridad), cientos de hondureños partieron de dicha ciudad en busca de mejores condiciones socio materiales de existencia, de una vida sin riesgos y de la posibilidad de un futuro vivible.
Como lo documentó Radio Progreso de Honduras, no tardó en crecer el contingente migrante, y pronto tomó una dimensión de millares (se calculó en alrededor de 9 mil personas). Entre los migrantes había diferentes grupos (jóvenes, hombres, familias con hijos, adolescentes, mujeres), y salían de su país con dirección (principal) a Estados Unidos.
A semejanza de las caravanas del 2019 y 2020, ésta se enmarcó en el contexto de la histórica migración centroamericana, caracterizada por su masividad (CONAPO, 2019 y 2018), por el origen estructural de sus causas de expulsión (pobreza, bajos salarios, inseguridad y violencia por parte del crimen y las pandillas, impactos de fenómenos medio ambientales) (REDODEM, 2019, 2018 y 2017), así como por estar relacionada a diversos procesos de transgresión de derechos humanos y violencia en los países de origen, tránsito y destino (Castillo Ramírez, 2020).
En una línea de acción similar a lo acontecido con la caravana de octubre de 2020, los gobiernos de Honduras y Guatemala implementaron diversas medidas para contener y desarticular el contingente hondureño, particularmente mediante el envío de fuerzas de seguridad a diferentes lugares para impedir el paso de los migrantes. La caravana sorteó diferentes acciones para retenerla en su paso por Honduras. Pero ya adentrada en territorio guatemalteco, la caravana fue detenida por fuerzas de seguridad en Valle Hondo a mediados de enero; y muchos de los migrantes fueron forzados a regresar a Honduras. Las operaciones mediante las cuales obstaculizaron y detuvieron a la caravana no fueron sólo una estrategia local y nacional aislada (en Honduras y Guatemala), sino una política de carácter regional de cerrar/militarizar las fronteras y criminalizar a los migrantes diseñada e impuesta desde el (recién terminado) gobierno estadounidense antinmigrante de Trump.
La forma en que los gobiernos de Honduras y Guatemala (y otros países de la región) han abordado el tema migratorio (como un asunto de “seguridad” y como si fuera de tipo criminal), no sólo es tendenciosa y discriminante, sino abiertamente injusta y en contra de los derechos humanos. Los migrantes, no sólo no cometieron ningún delito, sino que además son personas que tuvieron que salir de sus lugares de origen por causas fuera de su control y voluntad, y por vivir en contextos en los que nos estaban garantizadas las condiciones mínimas indispensables para sobrevivir. Honduras, no sólo es un país con pobreza aguda y una desigualdad socioeconómica desproporcionada, sino también con fuertes contextos de corrupción y violencia (por parte del crimen y pandillas), y con unos de los índices de criminalidad y homicidios más altos de América y el mundo (Castillo Ramírez, 2018). Aunado a esto, recientemente fue afectado severamente por la pandemia del Covid 19 y por eventos climáticos como el huracán Eta. En este marco, y desde estas políticas que “criminalizan” e irregularizan” a los hondureños, no se reconoce a los migrantes como sujetos sociales (caracterizados por diversas iniciativas, estrategias y acciones) (De Genova, Picozza y Castillo, 2020), y con legitimas e incuestionables motivaciones de salir de su país para tener acceso a una existencia digna, segura y sin violencia. Es urgente que la migración deje de verse desde una perspectiva legal excluyente que “criminaliza” a los migrantes, y tiene que ser abordada desde un enfoque de dignidad humana y derechos.
Tomado: tercerainformacion