La historia, para escarnio de nuestra época, no es nueva. Como el estribillo de una canción macabra, el pasado 25 de mayo –paradójicamente celebrado mundialmente como el Día de África– fue asesinado en Minneapolis el afroamericano George Floyd, cuya muerte ocurrió por asfixia cuando un policía lo lanzó al suelo y puso su rodilla, casi durante ocho minutos, sobre su garganta. Floyd apenas pudo reclamar sus derechos quejándose de que no podía respirar. Minutos después fue conducido a un hospital cercano, donde falleció.
Es un episodio cavernícola de una crueldad inaceptable –por inconcebible– en pleno siglo XXI. ¿O es que más allá de cualquier doctrina política hemos retrocedido en el tiempo? ¿O las acciones del Ku Klux Klan han renacido con la misma bestialidad, por supuesto, sin la mascarilla auxiliar de la pandemia? ¿O es el racismo una pandemia que nunca acabó?
El pueblo estadounidense sale a las calles a impugnar semejante crimen. ¿O será que se niega a olvidar su tradición de derechos civiles masacrados en una urbe tan poderosa como Minneapolis? Esperemos que no acepte ni la impunidad, ni el olvido.
El episodio trajo a mi mente la reflexión del poeta Ethelbert Miller, cuando afirmara: «Hemos vivido dentro de un sueño, y es creer que el mundo de nuestros hijos va a ser mucho mejor que el que nosotros heredamos». Ni Hughes, ni Ethelbert hubieran podido adivinar el crimen nuevo que cometió la tremenda alevosía de un policía racista, por tan malévola, desconocedora de la condición humana. Esperemos que haya justicia.
Tomado: Granma