Nunca fuimos “especialistas” en cuestiones de marxismo. Por otra parte, esa condición siempre nos pareció un tanto sospechosa. Vinculada al marxismo, nos resulta casi aberrante. Karl Marx, renuente a toda petulancia y exageración individualista y crítico implacable de la división del trabajo capitalista, seguramente la hubiese rechazado de plano. El marxismo enseña a colocarse por encima de cualquier especialización, prioriza los abordajes transdisciplinarios y está bien dispuesto a la integración crítica de los saberes fragmentarios. Además, creemos que la especialización, con sus típicos encasillamientos, acartonamientos y descuartizamientos, alimenta de modos diversos el conformismo intelectual y, en ocasiones, engendra una especie deleznable de manipuladores de símbolos en espacios autoreferenciales. El “territorio objetivo” del marxismo es inconmensurable, no puede limitarse a una parcela específica, a un ápice del conocimiento. Y, aunque el objetivo de omnisciencia es ímprobo, más que nada importan los caminos abarcativos que auspicia.
Estimamos que tampoco deberíamos ser etiquetados como glosadores o exegetas, comentaristas o divulgadores. De ningún modo los consideramos epítetos descalificadores. Simplemente, no somos nada de eso. Corresponde decir, sencillamente, que desde hace muchísimo tiempo buscamos claves en el marxismo para comprender/transformar la realidad, el mundo, la vida. Eso es todo. Ninguna subestimación de la teoría subyace en las páginas que siguen. Todo lo contrario. Como le asignamos centralidad a la praxis, somos plenamente conscientes de la importancia que adquieren los procesos de abstracción (de abstracción “determinada”) de cara al enriquecimiento y a la proyección de las experiencias resistentes y/o emancipatorias de la sociedad civil popular.
Por otra parte, es demasiado evidente que el marxismo se ha desarrollado y enriquecido gracias a los aportes de una especie de teóricos y teóricas militantes, y no tanto a partir de los esfuerzos de los marxólogos más sistemáticos y sesudos, pero muchas veces desvinculados de las luchas sociales y políticas. Valgan como ejemplos los casos de Amílcar Cabral, Friedrich Engels, Antonio Gramsci, Ernesto Che Guevara, Karl Korsh, Antonio Labriola, V.I. Lenin, Georg Lukács, Rosa Luxemburgo, José Carlos Mariátegui, Franz Mehring, León Trotsky, Mao Tse-tung, entre otros y otras que supieron teorizar a partir de las acciones de la clase trabajadora y las clases populares en general, que contribuyeron a clarificar y sistematizar lo que fermentaba en las cabezas y corazones de sus compañeros y compañeras.
De contornos muy similares son las figuras excepcionales de intelectuales militantes como Isaac Deutscher, Lelio Basso y Ernest Mandel o, más cerca nuestro en el tiempo, de Daniel Bensaïd.
Para obrar con rigurosa justicia, habría que agregar a esta lista un sinnúmero de “autoras y autores anónimos”: militantes y activistas populares, formidables “teóricos y teóricas de base” que con su praxis y su reflexión han realizado aportes fundamentales al marxismo, transmutando la teoría abstracta en teoría concreta o generando teoría concreta inspiradora de teoría abstracta. Con una innata predisposición dialéctica (igual que los filósofos griegos), habitúes de ambientes donde circulaba el lenguaje marxista, lograron apropiarse de él y contribuyeron a su proliferación. No hablaron desde ninguna torre de marfil, sino desde la materia popular. Sus vocabularios están hechos de asfalto y tierra, de tango y rock, cuarteto y cumbia. Los teóricos y las teóricas de base no tuvieron que desaprender ningún privilegio para entender el universo plebeyo. Para ellos y para ellas, domo dicen los zapatistas, “teorizar es vivir”. Nuestra deuda para con los y las marxistas “espontáneos” o marxistas por “metamorfosis” es infinita. Lo que explica la calidad de todos estos aportes puede resumirse en una sola matriz compartida: la no escisión entre teoría y práctica.
Esta afirmación no va en desmedro del aporte de autores usualmente asociados al “marxismo occidental” como Louis Althusser, Perry Anderson, Theodor Adorno, Walter Benjamín, Ernst Bloch, Lucio Colleti, Galvano Della Volpe, Maurice Dobb, Maurice Godelier, Lucien Goldmann, Eric Hobsbawmn, Max Horkheimer, Henri Lefebvre, Herbert Marcuse, Paul Mattick, Itsván Mészáros, Nicos Poulantzas, Jean Paul Sartre, Paul Sweezy, Eduard Thompson, entre otros y otras.
Lo que sostenemos tampoco pretende menoscabar aportes –disímiles y desparejos, pero aportes al fin– como los de Elmar Altvater, Samir Amin, Giovanni Arrighi, John Bellamy Foster, Christine Buci-Glucksman, Étiene Balibar, Jacques Bidet, Robert Brenner, François Chesnais, Alex Callinicos, Gerald A. Cohen, Hall Drapper, Gerard Duménil, Terry Eagleton, Silvia Federici, Stuart Hall, David Harvey, Christopher Hill, John Holloway, Michel Husson, Federic Jameson, Isaac Joshua, Karel Kosic, Eustache Kouvélakis, Georges Labica, Michael Lebowitz, Jaques Levy, Domenico Losurdo, Francisco Louça, Peter McLaren, Ellen Meiksins Word, Toni Negri, Leo Panitch, Moishe Postone, Giuseppe Prestipino, Yvon Quiniou, Georges Rudé, Manuel Sacristán, Pierre Salama, Geofrey de Ste Croix, Jaques Texier, Mario Tronti, Göran Therborn, André Tosel, Philippe Van Parijs, Immanuel Wallerstein, Allen Wood, Raymond Williams, Erik Olin Wrigth, Slavoj Žižek, entre otros y otras. La lista, en verdad, podría ser mucho más extensa, pero no queremos incurrir en la superabundancia de nombres.
Pero lo cierto es que, a pesar de los distintos matices, su obra no guarda el mismo vínculo con la política que en los casos anteriores. Esto no quita que la misma haya sido y pueda ser objeto de decodificación o mejor, de traducción, para otros y otras intelectuales que piensen el marxismo en clave política y a partir de vínculos orgánicos con organizaciones populares y movimientos sociales o políticos, y sobre todo para militantes populares que, inmersos e inmersas en la lucha práctica, buscan insumos para enriquecer su lenguaje y su comprensión de la realidad con el fin de transformarla.
Por ejemplo, el aporte de Mészáros nos parece imprescindible para pensar el socialismo del siglo xxi o, por si la fórmula no satisface, para pensar el socialismo de aquí en adelante. Entre otras cosas porque parte del análisis de la crisis estructural del capitalismo, del reconocimiento de las limitaciones del instrumento partido-Estado, etcétera. Uno de los méritos de la obra de Mészáros radica en que está en condiciones de establecer un vínculo estrecho (y hasta orgánico) con las luchas y las experiencias de las organizaciones populares y los movimientos sociales del mundo periférico. En las últimas décadas fueron excepcionales los y las marxistas cuyas obras propusieron diálogos estratégicos con fuerzas sociales concretas y con proyectos políticos emancipatorios. No fue casual que los reconocimientos hayan provenido desde mundo periférico, especialmente de la Venezuela Bolivariana.
Sabemos que quienes administran el paradigma administran el poder. En cualquier esfera de la actividad humana. El culto por los formatos que simplifican todo hasta la deformación y la piltrafa es parte de una estrategia de dominación. Esos formatos han sido siempre una de las causas principales de la burocratización. Lo mismo se puede afirmar respecto de la apología de “la gestión”, de “lo práctico”, de “lo resumido” y de otros harapos, contrapuestos al pensamiento complejo. Muchas veces, consciente o inconscientemente, la reivindicación de “lo sencillo”, “lo accesible” y lo “fragmentario”, reproduce una maniobra elitista que no hace más que vedarle a las clases subalternas y oprimidas el acceso a las armas de la crítica y alejarla de los ejercicios críticos- revolucionarios; es decir, dialécticos. Muchas veces “lo simple” sólo está en condiciones de reconocer aquello que ha sido impuesto de manera unidireccional. ¿Cómo dar cuenta de las múltiples facetas de este mundo? ¿Cómo conocer otros mundos y otras cosmovisiones? ¿Cómo buscar en lo que ya somos sin apelar a los discursos complejos?
No estamos haciendo ninguna apología del hermetismo ni de los meros juegos conceptuales. Por el contrario, estamos planteando la necesidad de desarrollar estrategias pedagógicas populares, con sus contenidos, métodos y formatos específicos. La complejidad del discurso no debería confundirse con las jergas indescifrables o con los ornamentos, sino con las posibilidades de captar lo profundo de la realidad, lo oculto, lo subyacente. Entonces, apelamos a una complejidad cuya función consiste en aportar a la transparencia y conjurar la heteronomía de los y las de abajo. Por lo tanto, resulta fundamental que esa complejidad sea comunicable al punto de masificarse.
En la década de 1950, algunos dizque marxistas, ante la “complejidad” de los textos de Marx, propusieron para los trabajadores y las trabajadoras una formación “marxista” basada en los textos de Joseph Stalin, “mucho más comprensibles”; o, directamente, apelaron a unos toscos manuales donde el marxismo se presentaba en clave de una “mecánica popular”. Un proyecto emancipador debe luchar, también, contra el horror a lo complejo y contra la indigencia intelectual para producir un pensamiento propio de la mayor densidad posible. Debe elaborar los instrumentos pedagógicos más afines y, por ende, “desmanualizados”. En una carta a Conrad Schmidt del 5 de agosto de 1890, Engels comentaba: “¡Si supieran que Marx consideraba que sus mejores cosas aun no eran suficientemente buenas para los obreros y que veía como un crimen ofrecer a los obreros algo inferior a lo mejor que existiese!”.
Digamos, entonces, que hemos sido, somos y, muy probablemente, seremos lectores ávidos y estudiosos tenaces de Marx y del marxismo. A pesar de los contextos emporcados o, precisamente, por ellos. Debemos asumir que formamos parte de una generación que adquirió sus libros marxistas en las mesas de saldos, en tiempos en los que el marxismo estaba de remate. Cuando ya era demasiado evidente que el fracaso del “eurocomunismo” había generado una crisis en el marxismo que lo debilitaba desde adentro. Cuando se iniciaba una de las peores ofensivas históricas para extirparlo del campo del conocimiento a escala global o para integrarlo de manera subordinada y enajenada bajo la égida del saber y el poder burgués. Cuando era moda derrumbar estatuas de Marx y Lenin; más allá del significado absurdo y funesto que abriga toda condición estatuaria. Cuando los y las intelectuales (en sentido gramsciano) se “reconvertían” vertiginosamente, y sus viejas funciones de dirección del mundo plebeyo eran trituradas por los procesos del transformismo. Cuando, ya a fines de la década de 1990, la colombiana Shakira cantaba: “No creo en Carlos Marx” y hería nuestros tímpanos con los falsetes de un pop demasiado menesteroso. “Las ideas dominantes son, en cada época, las ideas dominantes”, disparaban Marx y Engels desde las páginas de La ideología alemana hacia 1845-1846. Y daban justo en el blanco.
Se trata de una ofensiva que está en curso y que excede al marxismo, en tanto busca obturar y/o contrarrestar el desarrollo de cualquier tipo de subjetividad revolucionaria y emancipadora, cualquier propósito de osar. Esa circunstancia emparentada con la derrota y el naufragio también forma parte de nuestro linaje y nos parece bueno reconocerlo. Nuestro marxismo tiene el estigma de un repliegue y de una elección a contramano. Fundamos una estadía cuando la mayoría ensayaba el adiós. Nuestro marxismo ha sido fraguado en una resistencia a la apatía y al fatalismo.
Hablamos de una derrota y un naufragio sin atenuantes y en toda la línea, porque no los consideramos incidentes menores y accidentales en el marco de una marcha general a un sistema poscapitalista. Han sido incidentes devastadores, pero no irreversibles. Como se verá a lo largo de este trabajo, no confiamos en los buenos oficios de ninguna “necesidad histórica”. Por eso mismo también consideramos que lo que es puede ser de otra manera. Que es posible y necesario “tomar el cielo por asalto”. Que la savia entumecida del marxismo puede volver a circular vertiginosamente y hacer que estalle un nuevo verdor. ¿Qué alimenta nuestras expectativas de salirnos de la situación de derrota y naufragio? Varios acontecimientos o “tablas de salvación” que nos permiten divisar una orilla otra: desde el alzamiento zapatista a la Revolución Bolivariana (en curso y con desenlace incierto), pasando por ciertas empecinadas persistencias de la Revolución Cubana y un sinfín de experiencias menos notorias y fragmentarias que echan luz sobre la realidad de la lucha de clases. Pero… ¿Y el marxismo?
Hace 50 años, el marxismo ejercía una influencia enérgica sobre la humanidad. Hace 50 años, el fantasma que había recorrido Europa en 1848 recorría el mundo entero. Hace 50 años, el marxismo poseía una presencia destacada en diversas instituciones, inspiraba a intelectuales, poetas, movimientos políticos y sociales. El marxismo, componente explícito o difuso de subjetividades colectivas vitales, era un factor destacado de una fuerza social real. El marxismo se filtraba por todas partes, horadando el monolitismo del poder; un poder tan asustado y torpe que pretendió limitar sus efectos decretando la ilegalidad de la literatura marxista o inspirada en el marxismo.
Si hasta la Encíclica Populorum Progressio del Papa Paulo VI condenaba la propiedad privada. Hace 50 años eran masivas la protesta y la rebelión contra el proceso de subordinación y deshumanización. Una buena parte de los hombres y de las mujeres que habitaban el planeta estaban en condiciones de decir, con Marx, “nada de lo que es humano me es ajeno”. Entonces, en “el abajo”, se multiplicaban los movimientos y las experiencias disfuncionales que empuñaban el porvenir. Era masiva la celebración de las desobediencias: los levantamientos anticolonialistas, los cuestionamientos a la sociedad de consumo en los países capitalistas avanzados, la lucha contrahegemónica de los trabajadores y las trabajadoras dentro y fuera de las fábricas y un sinfín de insurgencias.
Las cosas han cambiado, aunque el proceso de subordinación y deshumanización no hizo más que profundizarse. Ahora rebasa el grito desgarrador. Y aquello que puede explicar, articular y convertir ese grito en fuerza de emancipación colectiva, ya sean ideas y/o fuerzas sociales, permanece avasallado por el despliegue inédito de las mediaciones alienadas. No encontramos los modos más eficaces de seguir la orientación de Marx en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel de 1843: hacer la opresión real todavía más opresiva agregando la conciencia de la opresión, y hacer la vergüenza todavía más vergonzosa dándole publicidad. El marxismo tampoco puede recomponerse –por ahora– como un hilván ecuménico que otorgue sentido de pertenencia al género humano.
Por cierto, el marxismo ha encontrado en las últimas décadas refugio en ámbitos académicos (inclusive en países como los Estados Unidos) y no ha cesado de desarrollarse, de enriquecer su producción teórica en diversos campos, incluyendo la economía, pero al costo de un aislamiento cada vez mayor respecto de partidos políticos y sindicatos, de organizaciones populares y movimientos sociales. Esta condición ajena al universo plebeyo, este desentendimiento con la vida, anula su potencia crítico-práctica. La legitimidad “científica” del marxismo, los grados de sutileza conceptual alcanzados en la intimidad de algunos círculos, han ido en desmedro de su legitimidad en la esfera de la política pública. Su solidez como programa de investigación no se condice con su realidad como proyecto político. Sus avances teóricos se dieron en campos extraños a las preocupaciones de la política real, de la política emancipadora.
Si bien resulta injustificable cualquier gesto de menosprecio a los marxistas formados en Oxford o en Cambridge, en la UCLA o en la UNAM, menos aún si asumen algún nivel de compromiso intelectual y/u orgánico con las luchas populares, si buscan desarrollar alguna congruencia entre lo que investigan y hacen; lo cierto es que necesitamos, hoy más que nunca, a los teóricos y a las teóricas de base. Necesitamos de su singular oficio que consiste en instalar al marxismo en el orden de las convicciones colectivas. ¿Para qué sirve el marxismo como convicción individual? ¿Para qué sirve el marxismo como credo llamado a cohesionar una nueva “Sagrada familia”? ¿Para qué sirve el marxismo afincado en instituciones predecibles, ocupadas en estabilizar todo lo que fluye? ¿Qué tiene que ver el marxismo con la beca, el contacto, el acomodo, la normalización, la formalización, el conformismo, el empirismo? El marxismo, para devenir insumo revolucionario, debe crecer preferentemente en otros ambientes.
A riesgo de parecer oscurantistas, sostenemos que el problema no es el déficit de “filósofos del lenguaje” marxistas, ni de “expertos” en la obra de algún autor o autora marxista. Un gran desafío es trasponer el límite que establece la escisión entre teoría y práctica, pensamiento y ser, conciencia y vida. Otro desafío no menos importante consiste en superar la crítica abstracta. Finalmente, otro reto significativo: repensar el poder desde la resistencia. Hacer que la resistencia también sea construcción de algo nuevo y no la sola preservación de la posición adquirida.
Se presenta una paradoja que supo reconocer David Harvey en su Guía de “El Capital” de Marx: el auge del neoliberalismo, con su tendencia al totalitarismo de mercado, impone unas condiciones que, por un lado, son absolutamente desfavorables para el desarrollo del pensamiento marxista, pero que al mismo tiempo produce otras que pueden parangonarse con aquellas que fueron predominantes a mediados del siglo xix. Es decir, el capitalismo en su fase actual reactualiza algunos de sus modos originarios. Modos agresivos, avasallantes, sádicos, caníbales, disolventes.
Por supuesto, ni la avidez ni la tenacidad alcanzan para corroborar nuestra condición de buenas y buenos estudiantes. Por otra parte, la cualidad de buen estudiante, en el caso del marxismo, no significa gran cosa. No es garantía de fidelidad ni de consecuencia; menos aún, de eficacia crítico- práctica. Las “competencias” en materia de marxismo no sólo se miden por destrezas teóricas, por acumulación de información o por los bagajes de erudición atesorados.
Por complexión militante, hemos intentado utilizar al marxismo con el propósito de conocimiento/transformación de los órdenes señalados, más, mucho más de lo que hemos reflexionado sobre él. Nos referimos a las reflexiones explícitas que remiten directa y estrictamente a un plano epistemológico, a los “problemas del método” y a nuestras peculiares formas de poner a mediar las prefiguraciones teóricas que sostenemos. Sabemos que una cosa no quita la otra y que lo ideal es no separar los procesos de utilización de las categorías de los procesos de reflexión sobre ellas (y sobre el recorrido del pensamiento del propio Marx). Pero aquí estamos sincerando nuestro itinerario, nuestro modo de ser marxistas, al tiempo que, con este ensayo espontáneo, tratamos de dar un pequeño paso con el fin de enmendarlo en sus costados más erráticos.
El verbo “utilizar” suena casi desagradable, pero por diversos motivos que podrán deducirse de las páginas que siguen lo sostenemos a rajatabla y lo reivindicamos en su conexión específica con el marxismo. Utilizar el marxismo es una forma de recrear una conceptualización extraordinaria y de producir una visión propia con características específicas. Utilizar es reformular, moldear, rehacer. A pesar de los riesgos que entraña la “utilización”, estamos convencidos de que sus consecuencias siempre serán más productivas que las que suelen derivar de la “aplicación”. La utilización obliga a pensar de un modo muy particular sobre la obra y el pensamiento de Marx. A veces invita a profanarla. Y siempre genera efectos. La utilización contiene la pregunta por la eficacia. La aplicación, por su parte, está más emparentada con la repetición de la obra y el pensamiento de Marx. Definitivamente, nuestra función de transmisión, que no queremos ni podemos eludir, gira en torno del verbo utilizar.
Por: Miguel Mazzeo
Tomado: Agencia prensa Rural