Dieciocho años después de aquel fatídico 11 de septiembre de 2001, y cuando el mundo tenía la esperanza de que un acuerdo de paz se concertaría con Afganistán, el presidente estadounidense, Donald Trump, amparado en el supuesto de una acción combativa en Kabul, anunció que «las negociaciones de Estados Unidos con los talibanes están muertas».
No conforme solo con su decisión de continuar la guerra de agresión, Trump, en su cuenta en Twitter, advirtió que «en los últimos diez días hemos golpeado a los talibanes más fuerte que nunca».
Por su parte, el secretario de Estado, Mike Pompeo, dijo eufórico que «las tropas estadounidenses habían matado a más de un millar de talibanes en los últimos diez días». ¿Competencia de halcones?
Es triste pero real. Se trata de una guerra auspiciada y conducida por tropas de Estados Unidos contra uno de los países más empobrecidos del mundo, donde las noticias diarias en los medios internacionales son los hechos de muerte, hambre, miseria, auge del cultivo de la amapola que produce el opio, droga que ha crecido vertiginosamente durante los años de guerra y ocupación militar foránea.
Es como involucionar en el camino de la civilización humana. Y lo peor del caso es que quienes ocupan y agreden a esa nación asiática, son los mismos que se dan el lujo de romper las negociaciones que pretendían buscar la paz.
En Afganistán 9 millones de personas viven en la pobreza, y la esperanza de vida al nacer es la más baja del mundo –de solo 44 años–, el 70 % de la población no cuenta con agua potable, y únicamente el 60 % de los niños están escolarizados, mientras entre los adultos solo el 28 % de la población está alfabetizada.
En la nación asiática el Pentágono llegó a tener 100 000 soldados entre los años 2010 y 2012, y el gasto alcanzó los 100 000 millones de dólares por año, de acuerdo con cifras oficiales del gobierno estadounidense.
Según el Departamento de Defensa de EE. UU., el gasto militar total desde que comenzó la guerra en octubre de 2001, hasta marzo de 2019, fue de 760 000 millones de dólares que, incluyendo desembolsos adicionales, elevarían el costo a un billón de dólares.
Otros datos refieren que desde el inicio de la contienda contra los talibanes, en 2001, las fuerzas estadounidenses han tenido 2 300 muertes en sus filas y alrededor de 20 500 soldados han resultado heridos en acción.
Un mal aparejado con la invasión es el incremento del cultivo de la amapola y producción de opio, que ha batido todos los récords en los últimos años.
La guerra, que el Pentágono denominó cínicamente como «Operación Libertad Duradera», ha estimulado el caos y la desestabilización y, además, la libertad para el tráfico de opio, morfina y heroína, desde ese país hacia Estados Unidos y Europa.
El opio salido de tierra afgana alcanza un valor de 90 000 millones de dólares; sin embargo, solo 3 300 millones (un 3,5 %) quedan en el país. ¿A dónde va a parar el resto? Quizá sea una respuesta que tengan que dar los invasores y ocupantes estadounidenses.
Hay cifras que no mienten: en el primer año de permanencia de las tropas agresoras y las de sus aliados de la OTAN, el área de cultivo de la amapola se extendió a unas 75 000 hectáreas. En 2008 se cultivaba ya en 193 000 hectáreas y, en 2016, esta planta abarcó 201 000 hectáreas.
La producción de opio creció de 185 toneladas en 2001 a 3 400 toneladas en 2002, y entre 5 000 y 7 000 toneladas en 2016. Actualmente supera las 9 000 toneladas.
Concluyo con una frase afgana: «el sol no podrá ser ocultado por dos dedos». Algún día, según el periodista Eric Margolis, de The Huffington Post, «la participación de Estados Unidos en el tráfico de opio afgano será uno de los capítulos más vergonzosos» en la historia del país agresor que llevó la guerra y la muerte.
Cuando Trump asegura que el diálogo con los talibanes está muerto, se trata de una decisión con componentes diversos y donde el negocio de las armas para la guerra y del opio para el fabuloso mercado estadounidense, tienen un peso en la balanza donde hace su política de malabares mediáticos el magnate presidente.
Tomado: Granma