Parecía ser un jueves cualquiera, pero aquel 9 de noviembre de 1989 la historia del siglo XX iba a cambiar para siempre.
En Berlín, faltaban pocos minutos para las siete de la tarde cuando Günter Schabowski, funcionario del Partido Comunista de la República Democrática de Alemania (RDA), terminó de leer un comunicado significativo, pero al no ser de aplicación inmediata, carecía de espectacularidad.
Hacía meses que los países del bloque comunista en Europa Oriental venían tomando medidas de distensión y en ese marco Schabowski anunció un cambio: los alemanes de la RDA podrían viajar a la Alemania capitalista “sin trámite previo”. De repente un periodista preguntó “¿A partir de cuándo?”. El funcionario que no había leído previamente el texto completo del decreto titubeó. Primero buscó atolondradamente los datos y, como no los encontró, respondió: “Enseguida”.
Aún sin celulares ni conectividad global, la noticia atravesó el mundo como un rayo: “¡Cayó el Muro de Berlín!”. Uno de los lugares más peligrosos del planeta; la frontera donde capitalismo y comunismo habían confrontado durante décadas por la hegemonía mundial y, por eso mismo, estaba siempre al borde del estallido nuclear, había dejado de existir.
Esa noche, cientos de alemanes de uno y otro lado escalaron ese muro que durante 28 años había separado Berlín oriental y occidental, ese símbolo de la Guerra Fría largamente citado en las novelas de espionaje de John Le Carré o Ian Fleming y que aparecía en películas memorables como Octopussy (1983), con Roger Moore interpretando a James Bond, el personaje de Fleming o El espía que vino del frío (1965), basada en una novela de Le Carré) y actuada por Richard Burton.
A partir de la noticia, familias enteras pasaron de uno al otro lado de la Puerta de Brandenburgo. Algunos rompían pedazos de hormigón y se los llevaban de recuerdo. Los ossies (como se denominaba despectivamente a los berlineses orientales) que llegaban a la RFA recibía 100 marcos de regalo (50 dólares de la época) pero pronto descubrieron que Berlín Occidental estaba bien aprovisionado, pero era carísimo y con ese dinero no se podía adquirir casi nada. En cambio, los occidentales que también cruzaron el muro para curiosear Berlín Oriental compraban libros, discos y muchas otras cosas, a menos de la tercera parte de lo que pagaban en el sector capitalista.
Aquel 9 de noviembre de 1989 se cerró un ciclo abierto en 1945, cuando la Alemania nazi, derrotada, fue dividida y ocupada por los vencedores. El sector oriental estaba controlado por la Unión Soviética y el occidental por Estados Unidos, Francia y Reino Unido. Berlín tenía una situación particular ya que estaba situada dentro de la zona de ocupación soviética, pero internamente reproducía el mismo esquema Este /Oeste. En agosto de 1961 el gobierno de la RDA erigió una pared entre ambos, con el argumento de que, desde Berlín occidental, se incitaba a sus ciudadanos a la fuga. El muro se extendió unos 120 kilómetros y tenía 3,60 metros de altura, una nimiedad si se piensa en el que levantó Estados Unidos contra México de 3.180 kilómetros y una altura que va de 5,5 a 9,1 metros. En cuanto al muro entre Israel y territorios palestinos, mide unos 800 kilómetros con un promedio de 7 metros de altura y características altamente inexpugnables.
También las cifras de muertos por estos “muros de la vergüenza” estremecen. En plena Guerra Fría, muchos alemanes orientales intentaron llegar al oeste de formas muy osadas: hubo quienes cruzaron a nado por los ríos que bordeaban la pared; otros intentaron burlar la prohibición viajando en globos aerostáticos o dentro del baúl camuflado de un auto. En 28 años, 41.000 personas lograron llegar a Berlín Occidental y 136 perdieron la vida en el intento. En cambio, en la frontera méxico-norteamericana en un solo año (2017) murieron tres veces más: 412 personas según la Organización Internacional de Migraciones. Y el número va en aumento, sin contar con el sufrimiento de hijos pequeños separados de sus padres y otras violaciones a los derechos humanos.
El cambio en el orden mundial que significó la caída del muro todavía hoy sigue impactando. Paulatinamente medio siglo de Estado de Bienestar entró en su ocaso. Desde los ámbitos académicos y mediático se instaló la idea de que el Estado era un obstáculo y la iniciativa privada una panacea. Creció el poder de las multinacionales y la injerencia de lo económico/financiero por sobre lo político y lo productivo.
Dos años después, con el colapso de la URSS, un acervo importante de teorías, valores e ideas defendido durante décadas por una parte importante de la sociedad del siglo XX quedó, como mínimo descalificado. Las utopías de transformar colectivamente la realidad para alcanzar un mundo igualitario, sin hambre ni explotación, más justo y pacífico fue reemplazado por un discurso de individualismo impiadoso, por la teoría del crecimiento indefinido y por la compulsión al consumo.
Hoy, 30 años después, vemos la cara descarnada de aquellas esperanzas. Hay muchas preguntas, pero basta una: aquel “mundo libre” que se prometía ¿era éste donde 26 millonarios tienen la misma riqueza que 3.800 millones de personas?
* Autora de “Todo lo que necesitás saber sobre la Guerra Fría” Editorial Paidós.
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