Decenas de años de apoyo financiero, diplomático y militar por parte de Estados Unidos a Israel. Millones de palestinos que han tenido que abandonar su territorio ante el genocidio sionista. Arremetidas violentas contra poblaciones de Gaza, Cisjordania y otras ciudades. Construcciones ilegales de miles de asentamientos judíos en tierras ocupadas por Israel.
Podrían sumarse a esta lista los fracasos de conversaciones internacionales ante la posición de Tel Aviv y el apoyo de los gobiernos de turno en Washington, el veto estadounidense a toda posible resolución de la ONU u otro organismo internacional que exija el fin de la barbarie israelí contra los palestinos y, muy especialmente, el suministro por parte del Pentágono de más de 3 000 millones de dólares al año para que las administraciones sionistas obtengan las más sofisticadas armas salidas del Complejo Militar Industrial estadounidense. Esas armas hoy matan a los palestinos que protestan contra la nueva arremetida de Washington.
En este contexto llegó al poder Donald Trump y sus enajenadas promesas preelectorales siempre fueron contrarias a la búsqueda de soluciones pacíficas en los conflictos entre países.
Con aquello de que «Estados Unidos primero», el magnate inmobiliario instalado en la Casa Blanca ha batido récords en eso de retirar a su gobierno de cualquier compromiso internacional, lo mismo relacionado con el cambio climático que con el tema de los emigrantes, la salida de la Unesco y la no obligación con pactos comerciales rubricados por sus antecesores.
No se excluyen de esta política su megaproyecto de construir un muro para aislar toda la frontera entre su país y México o la amenaza de borrar de la faz de la tierra a una nación como la República Popular Democrática de Corea.
En el tiempo que lleva instalado en la presidencia, Trump ahora decide un acto de los más humillantes y contrario a la lógica de la política internacional: reconocer a Jerusalén como capital de Israel y comenzar sus planes de trasladar su embajada hacia esa ciudad.
El tema –considerado como el más espinoso en la búsqueda de la paz entre israelíes y palestinos– debió tener una solución compartida que adjudicara la parte occidental a Israel y Jerusalén Este a los palestinos.
Desde agosto de 1980 el Consejo de Seguridad de la ONU, mediante la Resolución 478, declaró la nulidad de la pretensión del gobierno israelí de declarar a Jerusalén como su capital «eterna e indivisible».
La comunidad internacional ha actuado a favor de una solución amplia y duradera del conflicto, con la existencia de dos Estados, como garantía de que los palestinos tengan un territorio independiente y soberano con capital en Jerusalén Oriental y respetando las fronteras previas a 1967.
En la búsqueda de materializar lo aprobado en la ONU y reclamado por casi la totalidad de los países, ninguna otra nación del mundo dio un paso tan irreverente como el adoptado por Trump. La comunidad internacional se siente una vez más frustrada ante semejante prepotencia de parte de la administración estadounidense.
Gobiernos aliados a Washington han criticado con vehemencia y calificado de irresponsable la decisión de Trump, igualmente funcionarios y exfuncionarios vinculados a los gobiernos de ese país.
«Esto es un disparate de dimensiones históricas. Los intereses de Estados Unidos van a quedar dañados por muchos años y la región se vuelve mucho más volátil», ha afirmado en un comunicado John Brennan, exdirector de la CIA (2013-2017).
Por su parte, el presidente francés Emmanuel Macron ha dicho que «esta decisión es una decisión lamentable que Francia no aprueba y que va en contra de la ley internacional y todas las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas».
También se han expresado contrarios a la decisión de Trump, gobiernos como el de Arabia Saudita, que ha afirmado que la medida «tendría un impacto nocivo en el proceso de paz». Se sumó Jordania para advertir «consecuencias graves» y el jefe de la Liga Árabe, Abul Gheit, indicó que la decisión «nutriría el fanatismo y la violencia». Turquía aseguró que esto sería «una enorme catástrofe».
Trump ha olvidado –si es que la conoce– la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, aprobada en 1947, para la partición de Palestina en un Estado judío y otro árabe, y el considerar a Jerusalén como una «entidad aparte», en la primera década administrada por la ONU y que luego se definiría su estatus mediante un referendo.
Aunque las guerras y los continuados fracasos en los procesos de paz no permitieron la realización de lo pactado, los llamados Acuerdos de Paz de Oslo, suscritos en 1993 entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, establecían que el estatus de Jerusalén sería discutido en una etapa más avanzada de las negociaciones.
En mayo del 2016, durante la Conferencia Internacional sobre Jerusalén, el entonces secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, aseguró que la configuración de esa ciudad sigue estando en el corazón de cualquier solución negociada sobre la situación israelí-palestino.
Pero la realidad es otra y Donald Trump ha vuelto a exacerbar el conflicto. Ya finalizando el 2017, la palabra paz sigue siendo prohibida para la población palestina, mientras que sus habitantes se han lanzado a las calles a protestar y empiezan a sumarse las víctimas en sus filas, provocadas por las balas del ejército sionista.
¿Qué dice y qué hace la comunidad internacional ante esta ofensa?
Tomado: Granma