Francia está en guerra. Europa -lo que va quedando de ella- está en guerra. El capitalismo está en época de crisis y necesita reconfigurar el orden mundial.
Se sabía que iba a pasar. Era difícil predecir cómo, cuándo y dónde. Algunos decían que durante la EuroCopa, por el impacto, la multitud occidental reunida. En las cabezas preparadas para la posibilidad -preparadas pero nunca listas- la imaginación podía repetir escenas de fusilamientos masivos en terrazas o explosiones en aeropuertos y estaciones de subte. Nunca que esta vez la escena sería igual al juego de computadora al que todos jugábamos a mediados de los 90, Carmageddon, donde se trataba de manejar un auto y matar gente. Cuántos más muertos más puntos. Recuerdo que nos gustaba: daba poder atropellar peatones en la pantalla. Pasábamos horas frente a la computadora, teníamos 14/15 años, una de las primeras generaciones con jueguitos.
Hoy tenemos alrededor de 32, igual que el conductor que embistió con el camión la noche del 14 de julio en la ciudad de Niza. Imagino que él también jugaba a Carmageddon en la adolescencia. No sé si le habrá generado sensación de poder el atropellar a centenares de personas durante dos kilómetros. No lo sé ni busco saberlo, es terreno de la psicología, la especulación. El hombre fue abatido en la cabina del camión por la policía.
Lo concreto es que mató a 84 personas, y es, en lapso de un año y medio, el tercer atentado en territorio francés. Siempre con el mismo blanco: la sociedad civil. Esta vez, como en noviembre, se apuntó a los espacios de ocio: aquella vez fue a lugares de salida nocturna de las clases medias parisinas, ésta a una celebración familiar como es el 14 de julio, fecha patria. El horror entonces, de la muerte golpeando sin preguntar por color de piel, religión, pasaporte, edad, pensamiento político. Solo abriéndose paso como ráfagas, destruyendo en su paso a víctimas, testigos, heridos, familiares, a una sociedad.
Ese es su objetivo. Partir, arrancar las partes, arrojarlas en su máxima distancia, hundir el miedo en el cotidiano, en el otro que ya está en crisis. El método del terrorismo. No es nuevo ni en Francia, ni en África, ni en Medio Oriente. Deja una incomprensión tras el fuego que emergió sin aviso, la intuición de que en esa calle a esa hora podría haber estado un amigo, un familiar, uno mismo, que nadie merecía eso.
El método no es nuevo entonces. Tampoco las asimetrías evidentes: una muerte en Francia es construida por los medios como más importante que una en Turquía. Así la siente la mayor parte de la población en Europa. Los hechos están ahí: la indolencia de gran parte de las sociedades occidentales ante la tragedia de los refugiados, de Siria y etc. Indolencia en el mejor de los casos: muchas veces hay desprecio, agresiones, rechazo. Sin hablar de las modas facebook que se solidarizan con las víctimas de atentados en París o Bruselas, pero nunca con los de países norafricanos.
Lo nuevo es el escenario en el cual estamos inmersos: la guerra. Francia está en guerra. Europa -lo que va quedando de ella- está en guerra. El capitalismo está en época de crisis y necesita reconfigurar el orden mundial, las fronteras de las potencias, las riquezas naturales, su forma de apropiación, el control de los territorios, las poblaciones y sus miedos. Para eso desarrolló nuevas formas, armas, métodos, siempre tan eficaces, cada vez más complejos: guerras de cuarta generación, líquidas, sin ejércitos, con bandas armadas, crueldades 2.0, operaciones de psicología de masas. Ensayadas en Irak, Afganistán, Libia, Siria, es decir sobre millones de hombres y mujeres, cuerpos que ya nunca volverán a ser iguales. Eso no les importó demasiado a las poblaciones europeas, lo sé. ¿Merecen por lo tanto morir por ejemplo en familia una noche de 14 de julio frente al mar?
El problema central del escenario es que no existen buenos -con toda la complejidad de esa palabra- y que los que hoy descubren ser parte de su trama están del lado de quienes la desencadenaron. No me refiero a los muertos en una terraza el 13 de noviembre sino a sus Gobiernos, sus políticas de Estado. Doblemente víctimas. La ecuación es oscura: un país imperialista frente a una organización terrorista que él mismo ayudó a financiar, que a su vez se alimenta de la propia población francesa. ¿Una jugada que salió mal? Seguramente. El precio es alto para la gente, esa misma sobre la cual el Gobierno del Partido Socialista aplica el estado de emergencia y represiones a gran escala desde hace meses.
El Estado Islámico, Daesh, o como quiera llamarse, es parte de las nuevas formas de la ocupación de territorios por parte de los imperialismos. Lo explica Alain Badiou al reflexionar sobre las masacres de París. Ya no es necesario un Golpe de Estado clásico, una invasión como en Irak, el peso de la presencia directa, la diplomacia. El objetivo es crear un Estado fallido, una ingobernabilidad donde las potencias tengan acceso a las materias primas. ¿Qué negocios desarrolló Daesh en los territorios ocupados? La extracción de petróleo y su reventa, por ejemplo. Mirado en términos capitalistas la organización es absolutamente funcional. El problema es que el monstruo no reaccionó como esperado -una mirada más fina podría preguntarse por qué no ha atacado en Israel o Estados Unidos.
¿Dejarán los imperialismos de intentar controlar Medio Oriente? Seguro que no. Es un asunto del capital, de las burguesías, una forma de funcionamiento estructurante, por eso se trata de políticas de Estado. El problema es la todavía inocencia de las poblaciones europeas, la ingenuidad acerca de los actos de sus Gobiernos, las alianzas, políticas de saqueo sistemático, la violencia de masas que sucede del otro lado del mediterráneo, los impactos que eso produce, los odios que crecen dentro y fuera de sus fronteras. No parece comprenderse que se está en guerra, que la comodidad exclusiva del oeste europeo ya no existe. Hacerlo significaría buscar ver cómo revertir el escenario. Y mientras eso no sucede crece en el continente -y en particular en Francia- la derecha fascista.
La complejidad del escenario es grande. Los nudos varios. Porque la guerra no es solamente un asunto de afuera hacia dentro, sino que también se manifiesta dentro del mismo territorio. Los escritores hablan de guerra civil, la sociedad se deshace en partes que se desconfían, es algo que se siente, un imaginario que de a poco ahoga.
No todo es negativo: el movimiento noche de pie, que tuvo lugar a partir del mes de marzo, el ciclo de protestas contra la reforma de la Ley del Trabajo. La puesta en movimiento de la clase trabajadora. ¿Puede revertir el escenario interno? Tiene que hacerlo, aunque los elementos reunidos indican que no. Se desencadenó sobre Francia una violencia que busca subterráneos, pasillos angostos, que encuentra formas de golpear con una furia cada vez mayor. Cada uno de esos episodios es un impacto que moldea a la sociedad, la impregna de miedo, odio, desconfianza, pasiones tristes. Todo cae.
No hay más remedio que decir que volverá a pasar. Como al final del texto de noviembre y el de los atentados de Bruselas de marzo. No es una coyuntura. El mundo se está rearmando, las diplomacias hacen agua, los Golpes de Estado se suceden -ayer Turquía- para reconfigurar mapas, las bandas paraestatales -con o sin tinte religioso- se multiplican, las deudas del pasado y las necesidades del capital generan explosiones, nuevas formas de guerra. Lo digo desde Venezuela, donde todo esto es práctica cotidiana desde hace varios años, donde no queda más espacio para la inocencia, solo para resistir y construir una de las alternativas que necesita el mundo.
Marco Teruggi
Tomado: tercerainformacion