Aunque los efectos se acumulan a cuentagotas, catástrofes como el reciente paso de dos huracanes de
máxima intensidad son un duro recordatorio de lo poco que se está haciendo para ganar la batalla.
Los principales medios de comunicación internacionales abordan con detalle la devastación causada por los huracanes Irma y María en el Caribe, donde más de un centenar de personas fallecieron, cientos de miles perdieron sus casas y la infraestructura básica de varios países quedó destruida.
Sin embargo, poco se habla sobre qué hace a los ciclones tropicales cada vez más destructivos y, mucho menos, sobre el subdesarrollo que encuentran a su paso en una región vulnerable a los desastres naturales.
Las pequeñas naciones insulares apenas cuentan con industrias contaminantes, emiten una fracción de los gases de efecto invernadero y su huella ecológica es de las más bajas del mundo.
Sin embargo, la subida del nivel del mar amenaza a la mayoría de sus pobladores, que viven cerca de las playas paradisiacas donde vacacionan millones de turistas.
Al mismo tiempo, el aumento de casi dos grados en la temperatura del agua entre los trópicos de Cáncer y Capricornio –causado por la actividad humana, según coinciden los científicos– es combustible para las tormentas que asolan entre junio y noviembre.
«Nosotros como país, como región, no empezamos esta guerra en contra de la naturaleza, no la provocamos. La guerra vino a nosotros», aseguró recientemente en las Naciones Unidas Roosevelt Skerrit, primer ministro de Dominica.
En un emotivo discurso ante la Asamblea General, pocos días después de que María arrasara su país con vientos de más de 250 kilómetros por hora, Skerrit llamó a las grandes potencias a tomar cartas en el asunto.
«Mientras los países grandes hablan, las pequeñas islas sufren», dijo. «Necesitamos acción y la necesitamos ya».
Pero las noticias que llegan del norte son desalentadoras. El presidente del país que más ha contaminado en la historia, Estados Unidos, decidió abandonar el Acuerdo de París, el principal instrumento internacional para tratar de contener el aumento de la temperatura global en las próximas décadas.
En esa misma Asamblea General, el mandatario norteamericano se vanaglorió de los 700 000 millones de dólares que destina su país a la guerra cada año. Con una fracción de ese dinero, se podrían reconstruir los puentes y carreteras dañados por Irma y María; erigir escuelas y hospitales capaces de resistir la fuerza de los vientos categoría 5; diseñar hogares resistentes a las amenazas y crear un fondo para las naciones afectadas.
Los países industrializados no solo son responsables de asumir los costos del cambio climático que provocaron, sino que tienen una deuda histórica por la esclavitud, el neocolonialismo y el imperialismo, que han dejado secuelas no menos visibles a escala global.
Las islas comienzan a sacudirse los despojos de las tormentas. Combinan el espíritu de los indios caribe, que mantuvieron a raya a los conquistadores europeos por varios siglos, con el coraje de los negros africanos, cuya cultura e identidad resistieron siglos de opresión.
No es la primera vez que lo hacen y, si la humanidad no asume su responsabilidad con el planeta, tampoco será la última.
Tomado: Granma