Desde 1942, como parte de una alianza estratégica, la mafia radicada en Cuba interactuaba con los servicios especiales estadounidenses y los gobiernos corruptos de la época, prestando grandes servicios en la manipulación de complejas situaciones políticas, en la represión al movimiento obrero y revolucionario en la Isla y en diversas coyunturas.
Así comenzaron a trascender los lazos que se entretejían entre senadores locales, mafiosos italianos y estadounidenses que compartían negocios de drogas con los cubanos, todos conectados con el gobierno de turno en La Habana y la embajada de Estados Unidos (EE. UU.) y los representantes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) desde su surgimiento en 1947, heredera de la Oficina de Asuntos Estratégicos (OSS).
En esa mescolanza retumbaron los vínculos comerciales entre Manuel Antonio Varona Loredo, primer ministro y presidente del Senado durante el gobierno de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), con connotados mafiosos internacionales como Meyer Lansky y Santos Trafficante (hijo), e incluso con Lucky Luciano, quien viajó a La Habana en 1948 para tratar de abrir una sucursal para el tráfico de cocaína en territorio cubano.
En una reunión secreta de la mafia celebrada en los Montes Apalaches en 1954, además de dividirse las zonas de influencia entre los principales capos de confianza de Lucky Luciano: Joe Colombo, Alberto Anastasia, Meyer Lansky y otros mafiosos, surgió la idea de convertir a Cuba en la meca turística del Caribe.
Lansky, considerado segundo en la línea después de Luciano, pasó a ser el gran jefe de la mafia en Cuba, respaldado por Fulgencio Batista, quien con la maquinaria de grupos financiero-mafiosos y los servicios especiales habían dado el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952.
En un pacto con el gobierno de Batista, la mafia concibió la construcción de una gran cadena de hoteles y casinos, fundamentalmente en La Habana y Varadero, con el fin de aprovechar todos los puertos de la costa norte. Cuba, en un futuro cercano, debía funcionar como un «portaaviones» para el flujo del tráfico de drogas entre América Latina y EE. UU., en proporciones superiores a la que se había alcanzado hasta ese momento.
A fines de la década de los 50, la inversión estadounidense en la Isla ascendía a mil millones de dólares y fluía de dos vertientes principales: el capital masivo de poderosos consorcios y corporaciones dominantes en la economía del país y los recursos de la mafia norteamericana. Mientras transcurrían los días sangrientos de la tiranía batistiana, los negocios de la mafia marchaban con prosperidad.
Investigadores de los orígenes de los cárteles colombianos de la cocaína y de la conversión de ese país en un imperio del narcotráfico internacional, señalan que todo comenzó a mediados de los años 50, cuando un grupo de contrabandistas antioqueños se lanzaron al mercado mundial de la cocaína en conexión con la mafia estadounidense que operaba en Cuba.
Un estudio de los colombianos Mario Arango y Jorge Child plantea que en 1958 agentes del Buró Federal de Investigaciones (FBI) detectaron en La Habana la existencia de la Medellín-Habana Connection, que importaba desde laboratorios en Colombia morfina, heroína y cocaína, para el cuartel general de Santos Trafficante (hijo) en la capital cubana, que luego eran trasladadas a territorio norteamericano.
En esos años, los gobiernos estadounidenses habían vuelto a poner en práctica el recurso de sus alianzas con grupos delincuenciales internacionales para materializar objetivos políticos estratégicos, mediante la instalación de un imperio mafioso, donde funcionarios del gobierno, jefes militares, policías, aeropuertos y aviones del régimen estaban al servicio de la represión contra el pueblo y del florecimiento del narcotráfico internacional, a la vez que los capos protegidos por la dictadura y la Casa Blanca contribuían al sostenimiento de un régimen que se tambaleaba por el avance y los triunfos del Ejército Rebelde y del movimiento revolucionario.
LOS REFUGIADOS DE LA CIA
Al producirse el triunfo revolucionario del 1ro. de enero de 1959, los principales traficantes y viciosos de la cocaína fueron los primeros en abandonar el país rumbo a Miami y otros destinos. Los periódicos de la época dejan constancia de la indignación popular tras conocerse la noticia de la estampida hacia EE. UU., con casi 20 millones de dólares robados, del excapitán Julio Laurent, esbirro jefe del Servicio de Inteligencia Naval, y Rolando Masferrer, cabecilla mafioso de un nutrido ejército particular de pistoleros a sueldo que según la prensa «ya hubieran querido para sí Luciano o Al Capone», pero del que sí dispusieron Batista y los capos de la droga en La Habana.
Insultante fue para la opinión pública cubana el hecho de que fueran abrigados y apañados tales ladrones y criminales por el gobierno de EE. UU. Entonces las autoridades cubanas confiscaron los casinos de juego y se produjo la salida de los mafiosos. Santos Trafficante (hijo) fue detenido y expulsado del país en agosto de 1959.
Los narcotraficantes norteamericanos y cubanos huyeron a Nueva York y Miami y se reorganizaron. Gran parte del negocio de la cocaína en la costa oriental de EE. UU. quedó en poder de los cubanos, quienes encubiertos como «luchadores por la libertad» y amparados por la CIA –al igual que las mafias sicilianas y corsas– pronto aprendieron a explotar las sensibilidades políticas de la agencia en su provecho. Washington volvió a utilizar a la mafia cubana y norteamericana para tratar de recuperar el poder, atentar contra la Revolución y sus dirigentes.
Los principales mafiosos de Cuba y EE. UU. incrementaron su capital y nuevos personajes iniciaban el gran salto a la lista de multimillonarios a través de sus servicios a dos trampolines bien definidos: el ejército estadounidense y la CIA. Se planearon y ejecutaron entonces, múltiples acciones terroristas, hasta la constitución de un ejército mercenario, aniquilado y derrotado en menos de 72 horas en Playa Girón, en abril de 1961.
El fracaso de Bahía de Cochinos dañó demasiado el orgullo de los gobernantes estadounidenses que deseaban más que nunca eliminar a Fidel Castro y a los principales líderes de la Revolución. Dentro del sinnúmero de estrategias diseñadas por la CIA para llevar a cabo el asesinato, el más desesperado y escandaloso para la opinión pública norteamericana reveló la alianza de los servicios especiales con la mafia.
Más de tres décadas y media después de los acontecimientos, el diario madrileño El País se hacía eco de la información desclasificada en 1997: «El sindicato del juego –la Mafia– estaba furioso con la revolución castrista, que le había hecho perder los mil millones de dólares anuales de la época que le procuraban sus inversiones en hoteles, casinos y burdeles de Cuba. Y seguía teniendo sicarios en la isla caribeña».
Se conoce también que, en agosto de 1960, el capo Sam Giancana, jefe de la mafia de Chicago, rechazó los 150 000 dólares que ofrecía la CIA por la cabeza del máximo dirigente cubano y afirmó: «A Castro lo matamos gratis». Entre septiembre de ese año y junio de 1962, el trío mafia-CIA-narcotráfico fracasó en al menos tres planes de atentado reconocidos en documentos que eran secretos hasta finales de los años 90.
En febrero de 1961, la CIA contactó al mafioso de la Florida Santos Trafficante (hijo) con el objetivo de introducir en Cuba unas cápsulas venenosas para atentar contra la vida del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Al ser expulsado de la Isla, dos años antes, había establecido fuertes nexos con cabecillas y organizaciones contrarrevolucionarias de la Florida; participó con algunas de sus «prominentes figuras» en negocios de narcotráfico desde Sudamérica y aprovechó para sus negocios instalaciones de la CIA en Guatemala, Costa Rica, Nicaragua y Panamá.
Para cumplir el encargo de la CIA y tratar de introducir el arma letal en Cuba, Trafficante acudió a su antiguo «colaborador», Manuel Antonio Varona Loredo, en quien confiaba la mafia y además era cabecilla de una organización contrarrevolucionaria que operaba en Cuba denominada Rescate, encargada de terminar la operación dentro del país.
La CIA confió a la mafia el caso Cápsula para tratar de no aparecer en escena, pero los vínculos estrechos de Trafficante con Varona fueron doblemente reveladores. El expresidente del Senado cubano era un mafioso Made in Cuba de los años 50, y a la vez un hombre de la CIA, que ensayaba papeles protagónicos en el montaje de la inminente invasión por Playa Girón.
Por su participación clandestina en el fallido plan de atentado cobró por «dos nóminas» de un solo origen: un millón de dólares a través de la mafia y 10 000 directamente de la CIA.
Tomado: Granma