John Alexander Santiago trata de conversar con todo aquel que se cruza en su camino. Se encuentra en las inmediaciones del puente Tienditas, en la ciudad fronteriza de Cúcuta, donde está almacenada la supuesta ayuda (cientos de toneladas) enviada para Venezuela.
El cucuteño de 40 años quiere hablar con las decenas de periodistas presentes en el lugar, pendientes de lo que pueda pasar con la “ayuda humanitaria” que una coalición de países contrarios al gobierno de Nicolás Maduro pretende hacer llegar a territorio venezolano.
El objetivo de Santiago, un vendedor informal, es que se sepa que en Cúcuta también hay problemas, que la ciudad es una de las que tiene mayores índices de desempleo de Colombia, y que la inseguridad no ha dejado de crecer en los últimos años.
También contar que en las afueras de los colegios de su necesitado barrio San Mateo son cada vez más visibles los “jíbaros”, personas que venden drogas baratas a los estudiantes.
Cúcuta tiene los reflectores encima desde hace unos años por ser la puerta principal de la emigración venezolana, lo cual ha dejado más en evidencia las carencias a nivel de servicios e infraestructura existentes en la ciudad de 750 mil habitantes y capital del departamento de Norte de Santander.
Por ejemplo, en el hospital público Erasmo Meoz, el único de la ciudad, informan que existen 70 camas para emergencias, pero son más de 150 pacientes los que necesitan un espacio.
No obstante, la vocera de este centro de salud indica que las capacidades ya estaban rebasadas antes de que comenzara la ola migratoria.
Esto no solo sucede en la sala de urgencias. Los pasillos colmados parecen confirmar que el área de maternidad trabaja por encima de sus capacidades.
“De todas formas aquí no se le niega la ayuda a nadie”, dice García. El hospital Erasmo Meoz, al igual que otros centros de salud de Colombia, lleva gastando más de lo presupuestado en los últimos años y por ello tiene una deuda con el sistema de salud pública del país.
A menos de 500 metros del ahora famoso puente Tienditas se encuentra una “olla”. Se trata de un trozo de tierra debajo de un puente que está en las orillas del contaminado río Pamplonita.
En el lugar se comercia el bazuco, una mezcla de residuos que quedan de la producción de cocaína con muy alta capacidad de generar adicción física y que en el mediano o largo plazo afecta de manera irreversible a diferentes órganos del cuerpo.
Se han convertido en el centro de origen del microtráfico de drogas baratas en muchos barrios de la ciudad.
La Policía Metropolitana de Cúcuta señaló en varias oportunidades que es difícil derrotar a las ollas, porque los vendedores detenidos se autoinculpan de todo y de inmediato son remplazados por un familiar.
Desde las ollas, distribuidores hacen entregas a domicilio y los jíbaros se apoderan de las proximidades de parques y colegios, según los informes policiales.
John Alexander Santiago confirma que la venta de estupefacientes ha crecido en la ciudad, pero no cree que este fenómeno sea tan difícil de erradicar como dicen las fuerzas de seguridad.
“Lo que pasa es que la policía se hace la de la oreja mocha”, dice el vecino, refiriéndose a que la entidad no le presta la atención que debería a este problema.
En el fin de semana previo al concierto “Venezuela Aid Live”, fueron asesinadas nueve personas, cinco de ellas acribilladas por sicarios en motocicleta mientras bebían frente a una casa. Las otras cuatro fueron víctimas de diferentes casos de violencia común.
La inseguridad comenzó a preocupar tanto que las últimas veces que el presidente colombiano Iván Duque visitó la ciudad para hablar de Venezuela y sus migrantes, el pedido de las entidades cucuteñas fue abordar el problema de la delincuencia y el crimen organizado.
En 2018 la tasa de homicidios creció un 129% en el departamento del Norte de Santander.
De acuerdo con encuestas publicadas en diferentes medios, el hurto y el “fleteo” (asalto violento) son la principal preocupación de la ciudadanía.
En los últimos años, Cúcuta se ha alternado con las ciudades de Quibdó y Armenia el primer lugar como la urbe con mayor índice de desempleo del país. Aquello, junto a su situación de ciudad frontera, provocó que el comercio informal se multiplique.
En el sector Navarro Wolff del anillo vial, que rodea a toda la ciudad, existen decenas de casetas con productos de contrabando manejados por comerciantes informales. La diferencia en los precios es significativa para cualquier bolsillo.
Una botella de champú importado puede costar US$14 en un supermercado. En las casetas se consigue en la mitad.
A finales de 2018, la tasa de desempleo de Cúcuta alcanzó el 15,5%, mientras que a nivel nacional este medidor marca el 10%.
Uno de los componentes de ese porcentaje elevado es John Alexander Santiago, quien vive a 45 minutos del centro de la ciudad, y quien viaja todas las mañanas hasta la plaza principal Santander para vender “correas (cinturones), controles remotos usados o lo que está de turno”. “En Cúcuta vivimos así, le decimos ‘rebusque’”, concluye.
Tomado: tercerainformacion