De manera intencional los creadores de opinión y analistas oficiales pretenden presentar la violencia que atraviesa Colombia como fruto del Conflicto Armado, y otro tanto lo atribuye a la violencia producida por la descomposición social.
Sin embargo, dicha violencia tiene un origen estatal y puede constatarse a lo largo de la historia de Colombia.
Los aparatos represivos del Estado, y de manera especial los servicios de inteligencia, han creado desde siempre niveles de laxitud que les permite ampararse en la ley o traspasarla para cometer sus crímenes que se cubren de impunidad y que constituyen una de las más claras manifestaciones del Terrorismo de Estado.
Sus antecedentes se remontan a la Masacre de las bananeras en Ciénaga Magdalena y la respuesta violenta a los nacientes movimientos revolucionarios de la década de los años 30 del pasado siglo.
Posteriormente se produce el aniquilamiento por parte de los agentes del Estado a sangre y fuego del movimiento gaitanista, que causó su más sobresaliente impacto con el asesinato de su líder Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948.
Luego de su asesinato la acción represiva de los aparatos estatales se amparó en los brotes de rebeldía popular, justificando así el incremento de los asesinatos.
El surgimiento del llamado Frente Nacional que ilegalizó las expresiones políticas de izquierda. En 1957 fue la medida política de cerrar las posibilidades constitucionales de la lucha legal por el poder desde el pueblo y, a ella le siguió el incremento de los asesinatos políticos con las nuevas prácticas del paramilitarismo, que tuvo sus antecedentes en la llamada época de la violencia. Ahora de nuevo el Estado crea y le dio fuerza, justificándolo con la urgencia de contener “la amenaza comunista” dentro del marco de la Guerra Fría y la concepción de la Seguridad Nacional para combatir “el enemigo interno”.
No es un secreto que comenzando la década de los 60 del pasado siglo, ya se habían dado los primeros contactos entre militares norteamericanos y oficiales colombianos, que preocupados por la “amenaza comunista” argumentada con el triunfo de la revolución cubana, consideraron urgente crear grupos clandestinos para asesinar dirigentes populares o revolucionarios, grupos que fueron conformados por ex militares y militares activos.
Luego esta práctica se evidenció en los manuales con los que se instruía a los oficiales latinoamericanos entrenados en las escuelas del Comando Sur de los EEUU acantonadas en la república de Panamá.
Lo que ocurrió una década después fue el incremento de tales grupos, que se justificaba como la necesidad de los campesinos ricos y empresarios,para defenderse de las presiones económicas de la insurgencia, mientras se ocultaba su verdadera razón como política del terrorismo de Estado.
El incremento del paramilitarismo asignado principalmente a oficiales de las FFAA de manera clandestina, le permitió al Estado colombiano el asesinato de dirigentes populares y de miembros de las organizaciones guerrilleras fuera de combate, sin tener que asumir legalmente su responsabilidad. Por ello se convirtió en un arma predilecta que se fue extendiendo, justificándose como combate al narcotráfico y que tuvo su más clara expresión con la creación del llamado grupo de Los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que luego transparentó la vinculación del Estado con poderosos empresarios y políticos colombianos.
La teoría de los militares del Pentágono que invadían Vietnam en las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX, de “quitarle el agua al pez”, que se llevó con mucha fuerza a la práctica contra aquel pueblo heroico, se trasladó a los gobiernos y ejércitos latinoamericanos donde se desarrollaban movimientos guerrilleros por esos años, teniendo uno de los más experimentados laboratorios en Colombia.
Asesinar dirigentes populares que los servicios secretos consideraban apoyos de la insurgencia en el campo y la ciudad era el objetivo del paramilitarismo.
El incremento del narcotráfico se desenvolvió de la mano del paramilitarismo y se convirtió en el negocio más lucrativo, pues no solamente se nutría de la exportación de la Coca, sino de las tierras y demás bienes de los campesinos a los que se asesinaba y desplazaba por millones.
De esta terrible danza del crimen participaban sin escrúpulo, militares, políticos, empresarios y comerciantes, inducidos por los servicios de seguridad e inteligencia del Estado, porque dejaba mucho dinero de muy fácil consecución.
La dantesca empresa criminal de responsabilidad directa del Estado en esta oscura noche de la violencia en Colombia, provocó altos niveles de desprestigio para el Estado colombiano y su clase gobernante. Hasta en los más apartados confines del planeta recibió la condena de gobiernos y organizaciones internacionales, incluyendo a los EEUU, cuyos gobiernos y el Pentágono eran parte de sus autores intelectuales.
La misma clase gobernante creadora y propiciadora de esta difícil realidad, vio la urgencia de resolverla y tratar de relegitimarse.
Era necesario buscar soluciones y el encargado de ello fue el entonces presidente Uribe, uno de los más comprometidos en dicha empresa criminal. En su segundo mandato hizo un show publicitario presentando una “desmovilización” de más de 30 mil paramilitares.
Salvo una decena de cabecillas con quienes acordó un pacto de perdón bajo determinadas condiciones, los demás fueron absueltos y muchos de ellos volvieron a sus andanzas porque el complejo laberinto de redes entre paramilitares, militares, políticos y empresarios no fue afectado. Si bien disminuyeron notablemente las masacres de pobladores, por el contrario, la acción del narcotráfico, la parapolítica y los asesinatos selectivos a dirigentes populares y defensores de DDHH, lejos de terminar, se mantiene. Continúa siendo parte de la doctrina militar la persecución de los organismos de inteligencia del Estado en contra de los luchadores populares y miembros de los DDHH.
Ni siquiera hoy cuando se ha publicitado el proceso de paz y el presidente Santos recibió el Premio Nobel, el Terrorismo de Estado disminuyó. Los grupos paramilitares o agentes estatales, en sus prácticas ilegales asesinan dirigentes populares a lo largo y ancho del país, y los grupos paramilitares ahora llamados por el gobierno BACRIM (bandas criminales) siembran el terror de las comunidades en el campo y la ciudades, sin que las FF.AA. asuman su persecución y combate, salvo en situaciones fortuitas y no como política estatal, pues el Estado sigue necesitando de la mano siniestra para aterrar a la población y a las organizaciones populares y sociales que no se resignan al silencio de la dominación.
Como puede constatarse, esta vertiente de violencia es producida por el Estado Colombiano, y se pretende justificar como una estrategia para combatir el alzamiento armado guerrillero. Los productores de opinión y analistas oficiales la ocultan y solo presentan la violencia del conflicto armado para responsabilizar de ello a la insurgencia, desconociendo que estas son producto de la violencia impuesta por el Terrorismo de Estado.
Solo un gobierno surgido de las corrientes democráticas y de izquierda que recoja el sentir del pueblo y los sectores medios del país, podrá enderezar el futuro de Colombia porque definitivamente la paz que ofrece la clase en el poder es la paz para que todo siga igual y nadie alce la bandera de la rebeldía ante su antidemocracia y su violencia.
Tomado: tercerainformacion