Chile celebrará este 25 de octubre un plebiscito en el que están llamados a participar más de 14,6 millones de personas, para determinar si se aprueba elaborar una nueva Constitución, en sustitución de la redactada en época de la dictadura de Augusto Pinochet y que conserva muchos de aquellos postulados.
Me atrevería a decir que Chile, por lo vivido desde el 11 de septiembre de 1973 hasta este octubre de 2020, es una nación que presenta un panorama, quizá único, en América Latina.
Pinochet, a pesar de que llegara al final de sus días, el 10 de diciembre de 2006, sin el roce de una sanción jurídica por su genocidio contra el pueblo chileno, aún hoy es un ausente–presente por lo que dejó establecido. Así lo hizo con la Constitución de 1980 y todo lo que en esa materia es hoy parte del complicado entramado de la nación.
El modelo neoliberal que ha tenido a Chile como vitrina y que se concibió con la asesoría estadounidense de los Chicago Boys, quedó cimentado con instrumentos jurídicos que determinaron, entre otras cosas, la privatización de la educación y la salud pública.
Terminada la pesadilla fascista –al menos de manera oficial– llegó al poder la llamada «etapa democrática». Un proceso iniciado con Patricio Aylwin, el 11 de marzo de 1990, y seguido por Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet en dos mandatos y Sebastián Piñera, actualmente en el poder.
Si sumamos, se trata de cinco gobernantes, en 30 años, instalados en el Palacio de La Moneda, el mismo que fue bombardeado por las fuerzas fascistas de Pinochet y donde encontró la muerte combatiendo el presidente Salvador Allende.
Como periodista estuve en el cambio de poder de Pinochet a Aylwin aquel 11 de marzo de 1990, y hasta quise creer en lo que escuché de un colega chileno: «Ahora sí llegó la democracia».
Pero, en los días que estuve allí, durante conversaciones y entrevistas con personas que soportaron y combatieron el oprobioso régimen, me fui formando la idea de que se estaba produciendo un cambio de presidente, pero no de la estructura de poder y así lo avalaba el hecho de que Pinochet seguiría al frente del Ejército, ese ente implicado en la desaparición, muerte y torturas de miles de chilenos.
En marzo pasado se cumplieron 30 años de aquel hecho y en Chile aún puede apreciarse un ambiente tóxico provocado por los gases lacrimógenos, los chorros de agua y los golpes contra quienes se manifiestan. Son los carabineros de entonces y de ahora, esos que aprendieron bien la lección dejada por Pinochet de reprimir al pueblo.
En los dos últimos años del gobierno de Sebastián Piñera, la situación en Chile ha puesto en evidencia que, aunque las protestas sean pacíficas, precisamente para exigir cambios en la actual política y de la Ley fundamental, la forma de aplacar los reclamos populares sigue siendo las golpizas o, como ocurrió el pasado año, lanzar balas de goma contra los ojos de los que se manifestaban en las calles, resultando decenas de ellos afectados parcial o totalmente de la vista.
La crítica situación ha llevado al mandatario chileno a convocar al plebiscito para un posible cambio constitucional, aunque los sectores oligárquicos con grandes intereses económicos, que constituyen una buena base del electorado de Piñera, prefieran retoques cosméticos en el plano económico, de manera que no perjudiquen sus intereses, como puede ocurrir en sectores como la salud y la educación, mayoritariamente privatizados.
Hay que recordar que los defensores del NO a una nueva Carta Magna, o los que optan por pedir meras modificaciones sin cambiar dicho documento, forman parte de la extrema derecha chilena.
No obstante, según un estudio de «Pulso Ciudadano» de la consultora Activa Research, en Chile, el 83 % de los posibles votantes se expresa a favor del plebiscito por una nueva Constitución, a poco más de tres semanas del ejercicio.
En caso de hacerse una nueva ley constitucional, la idea principal es comenzar desde cero…
Ojalá y así suceda.
Tomado: granma