Se ha hablado bastante de las mentiras de Donald Tump. En enero de este año, el diario The Washington Post aseguró que el presidente estadounidense había dicho 16 241 mentiras, un cómputo que incluye exageraciones o pronunciamientos engañosos que, llevados al terreno de los promedios, arroja 14 retorcimientos de la verdad por día.
Si se tiene en cuenta que el cierre de ese recuento fue el 19 de enero, y que de allá para acá (en medio de la COVID-19 y demás escollos) las prendas salidas de la boca del mandatario pudieran llenar un Manual del perfecto embustero, no sería arriesgado tentar cifras próximas a las 20 000 invenciones.
En tiempos de la llamada posverdad, mentir con cierta altura es un juego azaroso necesitado, incluso, de un dominio del arte escénico, del que carece el presidente, quizá debido a su naturaleza prepotente.
Sobran en él clichés y prejuicios, rematados por ignorancias desconcertantes que trata de capear recurriendo a una temeridad histriónica que, en mucho, supera a los populistas tradicionales de ese país, entrenados en argucias y manipulaciones.
Pero quien, observándole las manos, los rasgos faciales, los tonos de voz, lo vea mentir desbocadamente en temas como los que en la actualidad lo mantienen a dos pasos del barranco, comprenderá que sus recursos expresivos, propios del Reality show que una vez lo popularizó en programas de televisión, han perdido brillo, se tornan ineficaces, a no ser para aquellos que se identifican ciegamente con los desvalores (ya se sabe cuáles) por él propugnados.
Las muchas mentiras reiteradas contra viento y marea, la repetición mecánica de gestos, enfados y sonrisas circunstanciales, han debilitado las técnicas del showman, frente a realidades demasiado contundentes para ser disfrazadas.
Ya en materia de pura actuación –esa línea artística imperceptible entre la verdad y la mentira– no tenía mucho de qué ufanarse Trump.
Así lo demuestran las 12 o 13 películas en las que, sin roles protagónicos, a veces solo cameos, se ha dejado ver, casi siempre asumiendo papeles relacionados con su propia vida de exitoso empresario.
La primera de esas cintas, rodada con la monumental Bo Derek, es una supuesta fábula erótica realizada en 1989 y lleva por título Los fantasmas no pueden hacerlo. Ahí se le puede ver haciendo caritas al lado de la actriz; ella en el papel de una joven viuda que, tras el suicidio de su viejo marido (Anthony Quinn) trata de tomar desquite sexual con lo mejor que se le presente.
De «abominación cinematográfica» calificó la crítica la película dirigida por John Derek. Donald Trump, por su parte, recibió dos nominaciones a los premios Razzie, encargados de «premiar» lo más infame de la producción de ese año: Peor Actor de Reparto y Peor Nueva Estrella. El primero lo ganó sin objeciones; el segundo le fue arrebatado a última hora por Sofia Coppola (El Padrino, tercera parte).
Por supuesto que el actor Donald Trump no asistió a la entrega de los Razzie. «No me los merecía», se le oyó decir entonces.
Pero el tema de sus justificaciones sería otro expediente.
Tomado: Granma