Hace años, cuando escuché por primera vez sobre la filosofía como la totalidad de lo real, me asombré ante la caída de paradigmas morales y arquitecturas del pensamiento. Una de esas barreras fue la creencia de que el materialismo se refiere únicamente a lo palpable y que el idealismo se circunscribe a lo invisible. Con una rapidez propia de los diálogos platónicos, aquel estudiante que era (y sigo siendo) vio la objetividad de lo ideal, o sea, el carácter concreto e histórico de la cultura.
En aquel horizonte apareció Gramsci, un marxista italiano de inicios de siglo pasado, que leía a Marx desde Hegel, o sea, a través del prisma de lo espiritual, para reivindicar al hombre total y su pensamiento de la totalidad de lo existente. Lo leí fuera de los planes de estudio, lo discutí en medio de veladas en la habitación universitaria, entré al grupo de quienes asumen la historia como una creación humana y, por tanto, como algo susceptible de hacerse de la manera más justa posible.
Desde esa época un concepto me acompaña cada vez que analizo cuestiones sociales, el del intelectual orgánico, aquella visión de Gramsci acerca de todos los hombres como creadores y prometeos de su destino; un acto que por demás liberó al pensamiento de izquierda de cierto deje positivista y paralizador que prosperaba en las academias de fines del siglo XIX. Por eso, Gramsci dijo de Marx que no era un filósofo, ya que el hombre de Tréveris actuaba más como el intelectual orgánico, que, movido de una clase a otra, era capaz de crear una historia, una naturaleza.
Volver a Marx, al revolucionario y al periodista, al previsor de tantos escollos de la lucha de la izquierda, es asumir el concepto gramsciano de que el hombre trabaja la naturaleza, que es su devenir, y le imprime su sello, y no al revés.
Esto último se parece mucho al proceso de autoconocimiento de la idea absoluta de Hegel, que alcanza en el hombre y el pensar su culminación, solo que para Gramsci esa historia era emancipatoria y no podía terminar en el aula de ninguna academia.
Lo que hace un intelectual orgánico
El hombre es intelectual por naturaleza, ya que nadie escapa del pensamiento creativo y todo ser pensante genera cultura y algún tipo de hegemonía en algún ámbito de la vida (desde el filósofo hasta el oficinista). Nacemos empoderados y mediante el ordenamiento clasista del mundo, entramos en la hegemonía de los otros, dejando de lado nuestro propio yo.
La manera que tiene el hombre de salirse de esa dinámica es asumiendo que él puede y tiene que ejercer su hegemonía como clase y grupo social, una que en las actuales condiciones de dominación es revolucionaria. En tal tarea funciona el concepto de intelectual orgánico, representado por el militante que realiza una obra de arte a partir de la libertad que representa y no un proselitismo vacío.
Una hegemonía emancipatoria no es, como se cree en algunos círculos reduccionistas, una imposición acatada con alegría o hipócritamente, sino la interpretación de los deseos de ese grupo, de su situación en la historia como hombres creadores, y a partir de allí se produciría la toma de conciencia, el carácter activo del ser en el mundo. Pero primero se debe movilizar al intelectual orgánico.
Este concepto de vanguardia refrenda lo que sucedió con la Revolución Rusa de 1917, pero va más allá, al asumir que el pensamiento creativo somos todos y todos actuamos en su avance y concreción, al operar como seres auténticos.
Platón invocó lo mismo, cuando reivindicaba la manera en que los hombres debían conocer más allá de lo visible y entrar en el pensamiento activo.
«El cerebro de Gramsci debe estar preso 20 años», dijo el juez
La vida del pensador italiano fue de la sombra a la luz y significó un símbolo de su propio alumbramiento e incorporación al mundo, ya que de una infancia dolorosa por su condición de niño enfermizo logró una beca de filosofía en Turín, donde se convenció de que en la acción estaba el verdadero estudio de la realidad.
Así, se unió a las luchas obreras y escribió en el periódico de la clase trabajadora, abandonando los estudios, para convertirse en ese mismo intelectual orgánico que era capaz de generar la conciencia necesaria en pro de un cambio de sociedad.
Cuando fundó el partido comunista en 1921 se señaló ante el establishment como un enemigo de clase, y su camino no se detuvo hasta caer en un juicio político organizado por el gobernante fascismo, donde el magistrado declaró al «cerebro» del intelectual, como culpable de todos los cargos y «merecedor de 20 años de condena». El odio contra Gramsci impidió que las numerosas campañas para liberarlo progresaran y en 1937 murió, enfermo de varias dolencias y sin ver el sol físico, pero irradiando luz.
El viejo mundo
Fue Eduard Ilienkov, ese combatiente y filósofo soviético, quien declaró ante la tumba de Hegel que la guerra había sido un enfrentamiento entre hegelianos de izquierda y de derecha, una contienda y una visión que ponen de manifiesto el peso de la cultura como construcción humana para la historia.
De alguna manera ese viejo mundo, el de los alambiques como carrera, y no como escenario auténtico, aún no ha muerto, pero padece sus últimos suspiros, aunque tampoco hemos sido capaces de hacer brillar en su esplendor al nuevo mundo.
Vuelvo a aquellos años universitarios, en los que la idea me parecía una quimera, que luego devino en el «conócete a ti mismo» y, de ahí, al conocer a los demás. Un hombre nunca sabe si morirá mañana, en cambio sí puede estar seguro de si sus momentos vividos ayudaron a mejorar el día de hoy. Gramsci lo supo mejor.
Tomado: Granma